Si Juan XXIII pasó "del anatema al diálogo", los dos últimos papas han hecho el camino inverso
Juan José Tamayo
La figura de Juan XXIII, de cuya elección papal hemos celebrado recientemente el 50° aniversario, está indisociablemente unida al Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962 y clausurado en Roma, el 8 de diciembre de 1965. Fue un concilio que venía a corregir el rumbo contrarreformista y contrarrevolucionario de los dos concilios anteriores: el de Trento (1545-1563), que condenó la Reforma protestante, y el Vaticano I (1870), que proclamó el dogma de la infalibilidad del Papa. Fue, sin duda, uno de los acontecimientos sociorreligiosos más importantes del siglo XX por sus repercusiones no solo en el terreno religioso, sino también en el cultural, político y social, en plena sintonía con las transformaciones producidas durante aquella década de alta temperatura utópica en la esfera internacional. El cuarto de hora de locura de Juan XXIII, como algunos calificaron su decisión de convocar aquel concilio, fue en realidad un huracán que derribó los muros de incomunicación de la Iglesia católica con el mundo moderno. Juan XXIII solo pudo asistir a la primera sesión (de octubre a diciembre de 1962), pero su talante humanista y su espíritu reformador estuvieron presentes en las cuatro sesiones celebradas._El Vaticano II marca el final de la cristiandad triunfante, considerada consustancial a la Iglesia católica, cuando fue una de sus más graves patologías y desviaciones del proyecto originario de Jesús de Nazaret. Con él tocaban a su fin el absolutismo eclesiástico y las multiseculares alianzas entre el trono y el altar, en nuestro caso, entre la Iglesia católica española y la dictadura del general Franco, legitimada por Pío XII con la firma del Concordato de 1953, pero cuestionada por sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, críticos severos del franquismo. En expresión feliz del teólogo español José María González Ruiz, el Vaticano II se convirtió en la "tumba de la cristiandad"._Los obispos de todo el mundo reunidos en el concilio hicieron una valoración positiva, y en clave emancipatoria, del fenómeno de la secularización en todos los campos del ser, del saber y del quehacer humano, que venía gestándose en Europa desde el Renacimiento, corrigiendo las condenas de los papas anteriores. Pío IX afirmaba en el Syllabus, en 1864, que la Iglesia no podía reconciliarse con el progreso, y declaraba anatema a quien defendiera dicha reconciliación.__JUSTO UN SIGLO después, el Vaticano II defendía, en el mismo lugar, la autonomía de las realidades temporales y los avances de la civilización moderna, si bien críticamente, llamando la atención sobre las abismales desigualdades y asimetrías entre pueblos ricos y pueblos pobres. Durante los dos últimos pontificados se ha producido el proceso inverso: hemos pasado de la secularización a la confesionalización. Un ejemplo doméstico es la defensa de los símbolos cristianos en la escuela pública por parte de la jerarquía católica._El concilio quiso poner fin a una larga etapa de anatemas y condenas contra la modernidad y abrir un camino para un diálogo en varias direcciones: con la increencia (ateísmo, agnosticismo e indiferencia religiosa); con el pensamiento crítico, que se incorporaba a la reflexión teológica; con las iglesias cristianas no católicas, con las que inició un fecundo proceso de aproximación; con las religiones no cristianas, a las que reconocía como caminos de salvación. Pero con Juan Pablo II y Benedicto XVI han vuelto los anatemas y las condenas de las religiones, de la modernidad, de la teología de la liberación, del diálogo interreligioso, de las revoluciones científicas, del pensamiento crítico en la Iglesia católica, etcétera. Si Juan XXIII pasó "del anatema al diálogo", los dos últimos papas han hecho el camino inverso: del diálogo al anatema._El Vaticano II llevó a cabo una revolución copernicana en la concepción de la Iglesia al definirla como comunidad cristiana y no como sociedad desigual, según la expresión de algunos papas, y al poner el pueblo de Dios por delante de la jerarquía, no sin un fuerte enfrentamiento entre el ala episcopal conservadora y el ala reformadora. Aquí el orden de factores sí alteraba el producto. Primero se hablaba de lo que era común a todos los creyentes; después, de los diferentes ministerios de la comunidad entendidos como servicio, no como poder. Eso comportaba un cambio en las relaciones entre los cristianos, más simétricas, igualitarias y fraternas.__ESTA NUEVA situación es la "Iglesia de los pobres", expresión acuñada por Juan XXIII en un memorable discurso: "La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres". La opción por los pobres se hizo realidad en las iglesias del tercer mundo. Juan Pablo II y Benedicto XVI intentaron decapitarla con denuncias contra sus principales cultivadores, aunque no lo consiguieron. La teología de la liberación sigue viva y activa._El Vaticano II es un legado que no puede mitificarse, pero tampoco olvidarse en un rincón, sino que ha de activarse, reformularse y recrearse en los nuevos climas culturales. Un legado que puede mantener viva la utopía de que otro cristianismo es posible.__*Director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.
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Éste es el artículo de Juan José Broch, titulado "Cristiano y homosexual, gracias a Dios" que salio publicado en el ultimo número de la revista española Vida Nueva.
Desde pequeño fui educado en una fe del deber hacer, del voluntarismo ante un Dios todopoderoso y exigente. En ese entorno eclesial y social, la sexualidad era un tema tabú y la homosexualidad motivo de burla y rechazo. Cuando en la adolescencia descubro que no vivo la afectividad como mis amigos, intento ocultarlo (también a ese Dios de las alturas). Tras un período de búsqueda, incluso en la vida religiosa, vuelvo a mi ciudad y me integro en la parroquia de mi barrio. Allí me encuentro con unas religiosas de trato cercano y con una opción preferencial por los últimos. A través de ellas descubro un nuevo rostro de Dios, pegado a la realidad de sus criaturas y apasionado por darles vida, y una vida en abundancia.
Mis afectos, todavía escondidos, se resitúan tras una sana crisis personal; con 28 años asumo que soy homosexual y opto por vivir como lo que soy. A ello me ayuda el buen Dios que me quiere tal como soy y desea mi felicidad. Mi vida, mi fe se abren a una paz y un gozo desconocidos hasta ese momento.
En este nuevo camino, sostenido por Dios y acompañado por familia y amigos, me encuentro con un grupo católico homosexual. ¡Un espacio donde poder vivir mi fe y mi orientación sexual!
A partir de ahí se me abre un mundo nuevo de mujeres y hombres lgtb (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) creyentes que viven su fe en la Iglesia Católica, y lo hacen en grupos cristianos homosexuales (que los hay en España y en el mundo entero) o en comunidades cristianas que integran esta realidad en su seno. Son espacios de acogida y encuentro, de oración, de formación y reflexión, de compromiso…
En el grupo en el que me incorporo descubro que Jesús nunca condenó la homosexualidad y que alabó la fe del centurión enamorado de su criado; que la Iglesia celebró uniones entre parejas del mismo sexo hasta el siglo XIII; que la Organización Mundial de la Salud reconoce que la homosexualidad no es un trastorno ni una enfermedad (y, por tanto, no tiene curación, como tampoco la heterosexualidad)… Todo esto me habla de un Dios bueno al que servir y mostrar a tantas lesbianas y gays que viven de espaldas a una Iglesia que no les reconoce su dignidad, me habla de un Dios bueno que quiere una Iglesia acogedora de toda la diversidad creada por Él.
Tras un período de discernimiento, ejercicios espirituales incluidos, respondo a esa llamada de Dios, comprometiéndome en el grupo cristiano homosexual de Valencia y, después, en la organización estatal, que engloba un total de 16 grupos locales o autonómicos. Fundamentales en todo este devenir son la eucaristía dominical en mi parroquia, la oración personal, el examen espiritual de conciencia, el acompañamiento espiritual, los ejercicios espirituales y mi comunidad cristiana de referencia. Doy gracias a la Iglesia porque de ella he recibido todo esto.
Ahora que estoy a pocos meses de finalizar una etapa de más de 15 años con diferentes responsabilidades en este ámbito eclesial, miro atrás y contemplo, gracias a la existencia de estos grupos, los caminos de vida que se han abierto y de los que yo he sido instrumento o destinatario. Son muchas las personas homosexuales que han descubierto que no han de renunciar a su afectividad para seguir siendo cristianas, ni a su fe para vivir con plenitud su orientación sexual. Con gozo han vuelto a esa Iglesia que les acoge tal como son. Son muchas las personas homosexuales agnósticas o ateas, y las organizaciones de las que forman parte, que reconocen y agradecen esa Iglesia abierta a su realidad. Son muchos los católicos y católicas, y sus grupos, que asumen como propia la lucha del colectivo homosexual. Y cada vez son más las organizaciones católicas que muestran una actitud dialogante hacia la realidad homosexual cristiana.
Por otro lado, ha habido ataques hacia nuestro colectivo y una lucha activa en contra de nuestros derechos por parte de grupos y dirigentes de la Iglesia. Sin embargo, sólo un acontecimiento me ha hecho cuestionarme la pertenencia a la misma: la reciente negativa del Vaticano a apoyar una iniciativa presentada ante la ONU para acabar con las aberrantes leyes de algunos países que permiten encarcelar o condenar a muerte (como Irán o Arabia Saudita) a las personas por el hecho de ser homosexuales.
Para aquellos sectores de la Iglesia que no entienden nuestra realidad, les invito a que se pregunten dónde creen que está Dios, si en la amargura, resentimiento, sufrimiento… de tantas lesbianas, gays… que se han visto obligados a renunciar a una vida afectiva plena para poder seguir siendo cristianos, o bien en el gozo, la paz, la alegría de quienes vivimos con normalidad la homosexualidad en el seno de nuestras comunidades de fe.
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