En el último número de la revista española Vida Nueva, su director, Juan Rubio, publicó este artículo que consideramos de interés para nuestros lectores.
La ceremonia de beatificación de Juan Pablo II va cerrando un ciclo histórico que concluirá con la canonización. Habrán pasado casi cuarenta años: toda una generación. Dos pontificados ligados entre sí, como si se tratara de una misma moneda con dos caras. Histórica ha sido la rapidez del proceso, como histórico fue todo el pontificado del Karol Wojtyla. Historia y vida se dieron la mano en Roma.
Más de un millón de peregrinos, junto al medio millón de jóvenes que asistieron al tradicional concierto del Primero de Mayo en la plaza de San Giovanni in Laterano.
Roma era una ciudad literalmente ocupada. Pero a eso ya están acostumbrados los romanos, que en los últimos años veían a Wojtyla como al querido “Nano” (abuelo) que se apagaba lentamente. Juan Pablo II sentía Italia con acentos polacos.
Decía el beato cardenal Newman, en una carta escrita en 1870, casi al acabar el Vaticano I, que no es bueno “que un Papa viva más de veinte años. Suele ser poco normal y, además, no produce frutos, pues puede llegar a ser un dios, al que nadie contradice” (Obras Completas XXV, Clarendon House. Oxford, 1973). Palabras que la historia se ha encargado de matizar con la figura de Juan Pablo II derritiendo ese miedo. Este largo pontificado ha servido para escenificar, ayudado en gran medida por los viajes y por los medios de comunicación, el significado del ministerio petrino en tiempos nuevos.
Pensaba yo el pasado domingo, inmerso entre la ingente multitud que llenaba las calles y plazas romanas, que el largo pontificado, más que extender ese miedo, posibilitó un mayor conocimiento de la persona y misión del papa polaco, procedente “de país lejano en la geografía, pero vecino en la fe y en la comunión de la Iglesia”, como dijo al ser elegido.
Otros muchos papas fueron buenos pastores, posiblemente santos y grandes, pero, encerrados tras los muros de los Palacios Pontificios, prisioneros de una imagen sacralizada y alejada, no eran conocidos por el Pueblo de Dios. Con Juan Pablo II conocimos al hombre apasionado, al pastor inquieto, al valiente sucesor de Pedro que invitaba a no tener miedo, a abrir las puertas a Cristo y a valorar la dignidad de toda persona. Acabado un servicio tan significativo, largo e histórico, el mundo entero se rindió a sus pies durante su entierro. El pasado domingo fue la Iglesia la que se le rendía, reconociendo no solo su “grandeza”, sino también su “santidad”.
No se ha beatificado un pontificado. Tampoco una época. Se ha beatificado una vida cargada de virtudes cristianas. La tentación de la que hay que huir es la de sentir que se ha beatificado un ciclo histórico, un pontificado. El juicio habrá que dejarlo a los historiadores. Juan Pablo II necesitaba tiempo para dejar impronta. Y lo tuvo. Se ha visto incluso en estos días, cuando la noticia de su beatificación irrumpía en el mundo entre la boda de los príncipes ingleses, la muerte de Ernesto Sábato, el asedio a Gadafi e, incluso, la muerte de Bin Laden.
No dejó de ser noticia entre grandes titulares. Ha quedado plasmado en su biografía, cambiando el rostro del pontificado y devolviendo a la Iglesia la fuerza y la confianza, alentándola a seguir proclamando el mensaje de Jesucristo entre el fragor de las batallas y en medio del olor de las injusticias. Su valentía fue su mejor servicio.