Eugenio Scalfari Del diario El País de España
“Es necesario un concilio sobre el divorcio”.
La cara ha adelgazado, pero los ojos de un azul intenso la iluminan aún más. Me mira fijamente, como para reconocerme. Hace muchos años que no nos hemos visto, aunque hemos hablado a menudo intercambiando a distancia sentimientos y pensamientos.
“Ha habido épocas en las que la participación activa de las comunidades cristianas era mucho más intensa”.
“No pienso en un Vaticano III, pero sí en un concilio sobre la relación de la Iglesia con los divorciados”.
“La confesión es un sacramento exangüe. Se confiesa algún pecado, se obtiene el perdón, se dice una oración y se acabó”.
“A veces los no creyentes están más cerca de nosotros que muchos falsos devotos. El Señor lo sabe”. Han pasado 13 años desde ese debate a dos voces organizado por Vincenzo Paglia, entonces asistente eclesiástico de la comunidad de San Egidio, en el gran salón del palacio de la Cancillería en Roma. El tema de ese debate era La paz es el nombre de Dios, con un subtítulo: Qué puede unir hoy a católicos y laicos.
Desde entonces, la figura del arzobispo de Milán ha sido para mí un punto de referencia, he seguido su obra pastoral dirigida a los creyentes y su diálogo constante con los no creyentes, su relación con el cardenal Silvestrini, con Pietro Scoppola, con la comunidad de San Egidio, con las varias almas de la Compañía de Jesús. He leído sus libros, y en concreto, las Conversaciones nocturnas en Jerusalén. Y ahora, el que acaba de salir, Estamos todos en la misma barca, un largo diálogo con don Luigi Verzè, fundador del hospital de San Rafael en Milán y de la universidad del mismo nombre.
El binomio Martini-Verzè ha asombrado a muchos amigos del cardenal. El fundador del San Rafael es un personaje de notable audacia que tiene muy poco en común con Martini. ¿Por qué le ha elegido precisamente a él como interlocutor? La explicación es clara: las diferencias entre los dos surgen del libro, pero el objetivo común es el de llamar la atención de los cristianos católicos hacia problemas que ya no se pueden aplazar.
Le pregunto a Martini cuáles son esos problemas en orden de importancia: “Ante todo, la actitud de la Iglesia hacia los divorciados, y luego, el nombramiento y la elección de los obispos, el celibato de los sacerdotes, el papel de los laicos católicos y la relación entre la jerarquía eclesiástica y la política. ¿Le parecen problemas de fácil solución? ¿Pueden interesar también a un laico no creyente como usted?”.
Me mira sonriente y se acomoda en la silla, que cruje, y me asalta el temor de que sea inestable, pero él me tranquiliza: “Es sólida, no se preocupe, es que yo me muevo demasiado”.
Nos encontramos en una habitación muy sobria, con una mesa larga y algunas sillas, en la residencia de los jesuitas en Gallarate. El cardenal, antes de recibirme, se ha reunido con unos 50 sacerdotes procedentes de los alrededores de Milán. Querían escuchar sus palabras de fe y esperanza en una sociedad cada vez menos cristiana y cada vez más indiferente.
Pregunta. ¿Indiferente hacia qué?
Respuesta. Ya no hay una visión del bien común. El sentimiento dominante es defender los intereses particulares y no los del grupo. Quizá piensan que son buenos cristianos porque de vez en cuando van a misa y acercan a sus hijos a los sacramentos. Pero el cristianismo no es eso, no es sólo eso. Los sacramentos son importantes si coronan una vida cristiana. La fe es importante si avanza junto a la caridad. Sin la caridad, la fe está ciega. Sin caridad no hay esperanza y no hay justicia.
P. Usted, cardenal Martini, ha afirmado en muchas ocasiones que la caridad es importante, pero quizá sea necesario definir con exactitud qué quiere decir usted con esta palabra. No creo que se limite a hacer el bien al prójimo.
R. Hacer el bien, ayudar al prójimo, son desde luego aspectos importantes, pero no son la esencia de la caridad. Hay que escuchar a los demás, comprenderlos, incluirlos en nuestro afecto, reconocerlos, romper su soledad y ser sus compañeros. En resumen: amarlos. La caridad predicada por Jesús es la participación plena en la suerte de los demás. Comunión de los espíritus, lucha contra la injusticia.
P. En su libro Conversaciones nocturnas, usted dice que los pecados son numerosos y la Iglesia enumera muchos, pero en su opinión el auténtico pecado del mundo -lo dice exactamente así, si mal no recuerdo- es la injusticia y la desigualdad. Si he entendido bien sus palabras, ¿la caridad consiste en luchar contra la injusticia?
R. Jesús dijo que el reino de Dios será de los pobres, de los débiles, de los excluidos. Dijo que la Iglesia tendría como misión estar a su lado. Ésta es la caridad del pueblo de Dios predicada por su Hijo, que se hizo hombre para salvarnos.
P. Cardenal, ¿a qué se refiere con pueblo de Dios? ¿Son los laicos católicos pueblo de Dios?
R. Toda la Iglesia es pueblo de Dios: la jerarquía, el clero, los fieles.
P. ¿Tienen los fieles un papel activo en el gobierno de la Iglesia, en la administración de los sacramentos, en la elección de sus pastores?
R. Desde luego, tienen un papel, pero deberían desempeñarlo mucho más plenamente. Demasiado a menudo es un papel pasivo. Ha habido épocas en la historia de la Iglesia en las que la participación activa de las comunidades cristianas era mucho más intensa. Cuando hablaba antes de una indiferencia extendida, pensaba precisamente en este aspecto de la vida cristiana. Aquí hay una laguna, una falta silenciosa, especialmente en la sociedad europea y en la italiana.
P. ¿Piensa en la escasa frecuencia de los sacramentos, de la misa, de las vocaciones?
R. Éstos son aspectos externos, no sustanciales. La esencia es la caridad, la visión del bien común y de la felicidad común. Felicidad no sólo para nosotros, sino para los demás, y no sólo en el presente, aquí y ahora, sino para los hijos y los nietos, para las generaciones futuras.
P. ¿La Iglesia institucional hace lo suficiente en esta dirección?
R. Hace mucho, pero debería hacer mucho más.
P. Cardenal Martini, me gustaría plantearle una cuestión bastante delicada. Un conocido escritor católico, Vittorio Messori, ha escrito recientemente que la Iglesia institucional, es decir, el Vaticano, con su Secretaría de Estado, sus nuncios repartidos por todo el mundo, sus estructuras de Curia, no puede sancionar los vicios privados de los poderosos.
Su misión es estipular acuerdos, concordatos, afrontar problemas concretos de poder a poder. Alcanzó acuerdos con Hitler, Mussolini, Pinochet, Franco, Craxi: si les hubiese juzgado públicamente por su comportamiento, por su moralidad, no habría podido actuar políticamente, como es su deber. El problema compete, si acaso -según Messori-, al confesor, admitiendo que alguno de esos poderosos se confiese. De cualquier manera, el tema de la salvación es cosa del clero pastoral, de los párrocos y obispos que cuidan de las almas. ¿Está usted de acuerdo con esta distinción entre instituciones vaticanas y clero con funciones pastorales?
R. En verdad, no estoy muy de acuerdo: la distinción que hace Messori se remonta a una fase en la que aún existía el poder temporal y en la que el Papa era casi un soberano; pero, gracias a Dios, ese poder terminó y no puede ser restaurado. Es una suerte que haya terminado. Desde luego, existe una estructura diplomática en la Santa Sede, pero al fin y al cabo está formada por sacerdotes, cuyo fin último es dar testimonio de la predicación evangélica y de su contenido profético.
A esto tengo que añadir que la estructura diplomática, en mi opinión, es demasiado redundante y requiere demasiada energía de la Iglesia. No siempre ha sido así. En la historia de la Iglesia, durante siglos y siglos, esta estructura ni siquiera existía y en el futuro podría reducirse en gran medida, o incluso llegar a ser desmantelada. El deber de la Iglesia es dar testimonio de la palabra de Dios, el Verbo Encarnado, el mundo de los justos que vendrá. Todo lo demás es secundario.
P. ¿Las iglesias protestantes no tienen estructuras semejantes? ¿No son necesarias para tutelar la libertad religiosa y el espacio público que necesita la Iglesia para difundir sus valores?
R. Las iglesias protestantes no tienen estructuras tan centralizadas y poderosas como la nuestra. Desde este punto de vista, son más débiles que la Iglesia católica, pero en otros aspectos están más cohesionadas con los fieles.
P. El problema que usted plantea existe, indudablemente. ¿Afecta a los obispos? Quizá la figura del Papa, que existe sólo en la Iglesia católica, tiene como consecuencia cierto temporalismo que ha sobrevivido al poder temporal propiamente dicho.
R. El Papa es ante todo el obispo de Roma. Para nosotros, los católicos, es el vicario de Cristo en la tierra y le debemos amor, respeto y obediencia, pero sin olvidar que la Iglesia apostólica se erige sobre dos pilares: el Papa y su comunión con los obispos. Recuerdo que en el consistorio que precedió al último cónclave hubo un debate preliminar para realizar una especie de retrato robot del futuro pontífice. Cuando me tocó hablar a mí, dije que nosotros debíamos elegir al obispo de Roma. Quería decir con ello que siempre prevalece la capacidad y la vocación pastoral por encima de la diplomática o la teológica.
P. ¿Usted dijo eso? ¿Que ustedes, el cónclave, debían elegir al obispo de Roma?
R. ¿Le parece una herejía? Y sin embargo, éste es el mandamiento constante según la doctrina y la tradición evangélica.
El tiempo pasaba y aún había muchos temas que me habría gustado discutir con el cardenal Martini, pero temía cansarle demasiado. Se lo dije, pero me respondió que podíamos continuar.
Había un tema que me interesaba especialmente. Le dije que al leer su último libro, el que había escrito con Verzè, me había parecido entender que se inclinaba hacia otro concilio, una especie de Vaticano III. ¿Se ha debilitado el impulso del Vaticano II? ¿No habría que retomar el discurso y llevarlo más adelante? La respuesta que me dio me pareció muy innovadora y también imprevista.
R. No pienso en un Vaticano III. Es cierto que el Vaticano II ha perdido parte de su impulso. Quería que la Iglesia se enfrentase a la sociedad moderna y a la ciencia, pero este enfrentamiento ha sido marginal. Aún estamos lejos de haber afrontado este problema y casi parece que hemos dirigido nuestra mirada más hacia atrás que hacia delante. Habría que retomar el impulso, pero para hacerlo no es necesario un Vaticano III. Dicho esto, yo soy partidario de otro concilio, es más, lo considero necesario, pero sobre temas específicos y concretos. Considero que habría que poner en marcha lo que se sugirió, o mejor dicho, decretó, en el Concilio de Constanza, es decir, convocar un concilio cada 20 o 30 años, pero con un solo argumento, dos como mucho.
P. Esto supondría una revolución en el gobierno de la Iglesia.
R. A mí no me lo parece. La Iglesia de Roma no se llama apostólica por casualidad. Tiene una estructura vertical, pero al mismo tiempo también horizontal. La comunión de los obispos con el Papa es un órgano fundamental de la Iglesia.
P. ¿Y cuál sería el tema del concilio que usted desea?
R. La relación de la Iglesia con los divorciados. Afecta a muchísimas personas y familias, y desgraciadamente, el número de personas implicadas aumentará, así que hay que afrontarlo con sabiduría y visión de futuro. Pero hay otro argumento que debería afrontar un próximo concilio: el del curso penitencial de la propia vida. Verá usted, la confesión es un sacramento extremadamente importante, pero ya exangüe.
Cada vez son menos las personas que lo practican, pero, sobre todo, su ejercicio se ha convertido en algo casi mecánico: se confiesa algún pecado, se obtiene el perdón, se recita alguna oración y se acabó. En la nada o poco más. Hay que devolver a la confesión una esencia auténticamente sacramental, un recorrido de arrepentimiento y un programa de vida, una confrontación constante con el propio confesor; en resumen, una dirección espiritual.
Nos levantamos. Me dijo que había leído mi último libro, El hombre que no creía en Dios, y que había encontrado algunas concordancias con su visión del bien común. Le di las gracias. Yo me siento muy cercano a usted, le dije, pero no creo en Dios, y lo digo con total tranquilidad de espíritu.
“Lo sé, pero usted no me preocupa. A veces, los no creyentes están más cercanos a nosotros que muchos falsos devotos. Usted no lo sabe, pero el Señor, sí”.
Sentí la tentación de abrazarlo, pero estamos los dos algo temblorosos y habríamos corrido el riesgo de acabar en el suelo. Nos estrechamos la mano prometiendo volver a vernos pronto.
© La Repubblica. Traducción de News Clips.
09.07.2009 - BORJA VIVANCO DÍAZ
DOCTOR EN ECONOMÍA Y LICENCIADO EN SOCIOLOGÍA
Es la tercera encíclica de Benedicto XVI, la más densa y también la más esperada. La sensibilidad social que Joseph Ratzinger ha demostrado y su propuesta de un orden mundial más justo, equilibrado, ético y ecológico van a convertir la encíclica 'Caritas in veritate' en la iniciativa más aplaudida de su pontificado, dentro y fuera de la Iglesia católica. Y, por supuesto, como cualquier otro de los documentos que Joseph Ratzinger ha publicado, en los últimos cincuenta años, su encíclica social no es retórica, sino -al contrario- una reflexión académica, fina y concienzuda, a la luz del pensamiento cristiano y del análisis de la estructura socioeconómica internacional.
Dentro de la Iglesia católica pervivía una gran expectación para que Joseph Ratzinger reformulara o actualizase la doctrina social. Hacía casi veinte años que no se publicaba una encíclica de esta naturaleza y, en concreto, desde que -en 1991- Juan Pablo II escribió 'Centesimus annus', con ocasión del centenario de la 'Rerum novarum' de León XIII, que inauguró la doctrina social. Era necesario, por consiguiente, que Benedicto XVI, como cabeza de la Iglesia y de la manera más solemne, es decir, redactando una encíclica, denunciase -sin tapujos- las desigualdades sociales que no cesan de reproducirse en un mundo globalizado, dominado por la ya incuestionable economía de mercado y determinado, al mismo tiempo, por el uso de las nuevas tecnologías.
No podemos eludir la influencia que, a lo largo del siglo XX, ha ejercido la doctrina social de la Iglesia. Principalmente en la primera mitad de la centuria pasada, las encíclicas de naturaleza social sostuvieron ideológicamente el sindicalismo católico y los partidos políticos democratacristianos; algunos de cuyos miembros lideraron la construcción de la Comunidad Económica Europea (CEE) después de la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, en las últimas décadas y junto a los partidos de inspiración socialdemócrata, los democristianos han jugado un papel fundamental en la consolidación de los Estados del Bienestar.
Acercándonos a nuestra historia, es un hecho ya olvidado pero, en sus orígenes, el sindicato ELA, muy alejado de los postulados socialistas o anarquistas, gustaba de autocalificarse como católico e inspirarse en las encíclicas sociales. Cabe decir lo mismo del EAJ-PNV, cuyo decidido interés por asimilar la doctrina social de la Iglesia le ayudó a despojarse definitivamente del ideario integrista -que heredó del carlismo- y abrazar de manera plena, en los años 20 y 30 del siglo XX, la cultura democrática.
Además, que la publicación de la encíclica 'Caritas in veritate' coincida con la virulenta crisis económica internacional que vivimos hace que gane sobremanera en actualidad. «La vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual», llega el Papa a proponer, y no ingenuamente. «En las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria», continúa más adelante. Si algunos pueden tachar las pretensiones de Ratzinger como puros utopismos, para él son imperativos éticos irrenunciables.
Aunque el Papa reconoce que «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer», sí hace algunas propuestas concretas, como el incremento de la ayuda al desarrollo, por parte de los países ricos, o la reforma de las Naciones Unidas. Sin buscarlo, Ratzinger se va a convertir, con su 'Caritas in veritate', en uno de los aliados intelectuales más firmes del movimiento internacional antiglobalización.
De hecho, 'Caritas in veritate' se desarrolla, en buena parte, desde los presupuestos y los objetivos de la encíclica de Pablo VI 'Populorum Progressio'. Aquella olvidada encíclica escrita en 1967, a caballo del Concilio Vaticano II y Mayo del 68, siempre se calificó como el documento publicado por El Vaticano más cercano a la izquierda política.
En consecuencia, espero que 'Caritas in veritate' acabe ya con el infundado y tan injusto estereotipo de que las reservas de Ratzinger hacia la Teología de la Liberación fueron debidas a su desinterés o a su desatención hacia la opción por los pobres. Su suspicacia hacia la Teología de la Liberación, más bien, provino -como él aclaró- de la asimilación que ésta hizo de la dialéctica marxista. No me extrañaría, incluso, que 'Caritas in veritate' pase a ser uno de los libros de cabecera de los teólogos de la liberación. Yo, al menos, no he tenido opción de renunciar a subrayar, dibujar flechas y hacer círculos en frases o párrafos tan ricos en contenido.
Voy más allá y, si bien hoy todavía es pronto para valorarlo, opino que tal vez 'Caritas in veritate' pueda llegar a ser calificado como el documento más relevante editado en el seno de la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano II. Ciertamente, la encíclica es también un ensayo de primera categoría que se nutre, a la vez, de disciplinas variadas como la ética, la teología, la economía o la sociología. El estilo literario bello y elegante, al que Ratzinger nos tiene acostumbrados, todavía hace más atractivo sumergirse en sus más de cien páginas.
Como es habitual en otras encíclicas de naturaleza social, 'Caritas in veritate' va dirigida no sólo a los católicos, sino «a todos los hombres de buena voluntad». Creo que muchos de los más laicistas y anticlericales llegarán a compartir con el Papa que «los valores del cristianismo no son sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral». Cabe recordar, precisamente, que los cristianos reciben críticas no tanto por ser cristianos, sino por no serlo.
En suma, la lectura de la encíclica, por su alto significado ético y por su riqueza intelectual, es sugerente para creyentes y no creyentes y, sin duda alguna, abre las puertas para la colaboración, entre unos y otros, en favor de la justicia y el bien común.
«Mientras el banco del Vaticano no adopte las normas antiblanqueo y asuma los acuerdos bancarios internacionales, siempre habrá alguien con la tentación de usarlo para negocios sucios». Lo afirma Gianluigi Nuzzi, que tuvo la suerte que muchos desearían: un día, alguien llamó a su puerta, ofreciendo dos maletas con un archivo entero de documentos sobre las finanzas del Vaticano, especialmente del Instituto para las Obras de Religión (IOR), corrientemente conocido como banco del Papa. Lo entrevista Rossend Domenech en El Periódico.
Dentro de las dos maletas que recibió Nuzzi había unos 5.000 documentos, que comprendían el archivo personal de Renato Dardozzi, del Opus Dei, muerto en el 2003. El monseñor había sido un consejero del secretario de Estado del Vaticano, Agostino Casaroli y después Angelo Sodano, para casos especiales. Su especialidad consistía en prevenir y ayudar a neutralizar aquellos asuntos financieros que podían transformarse en escándalos.
«Asegurar que la creencia en Jesucristo y las actividades del IOR se correspondan», subraya Nuzzi. En otras palabras: protegerse frente a las personas que, con la complicidad de empleados o directivos del Vaticano, hacían un uso poco cristiano del banco papal.
Con el título Vaticano SA, Nuzzi ha reconstruido, en un libro que acaba de aparecer en Italia, una parte de cuanto sucedió desde mitad de los 80 hasta principios del siglo XXI. Es decir, la continuación de cuanto ya se conocía desde el escándalo del arzobispo Marcinkus y el banquero Roberto Calvi. Lo más importante es que, tras el escándalo y el propósito de enmienda, en realidad «se constituyó un IOR paralelo y oculto», que llegó a mover 270 millones de euros. Una de las firmas del mismo era Giulio Andreotti. En los documentos de la institución paralela, al político italiano se le llama con el alias de omissis, que en italiano significa omitido o censurado.
«No recuerdo muy bien», respondió escuetamente Andreotti, de 90 años de edad, cuando Nuzzi le preguntó por su firma. Las finanzas paralelas fueron puestas en pie por monseñor Donato de Bonis, difunto, que cubría el cargo de prelado del banco. Era la conexión entre el IOR y una comisión de cinco cardenales que supervisaba las decisiones. De Bonis trabajaba con 17 cuentas, con las que, entre 1989 y 1993, se realizaron operaciones por 275 millones de euros.
Ente los documentos del archivo Dardozzi figuran cartas del presidente del IOR, Angelo Caloia, dirigidas al Papa o al secretario de Estado, alertando sobre cuanto iba descubriendo. En una afirma que «los títulos (acciones o deuda pública) pasados por el IOR son el resultado de pagos de comisiones a políticos, con importes que luego les han sido devueltos limpios».
Esto sucedía en los años 80 y 90, después de haberse zanjado el escándalo Marcinkus-Ambrosiano. Nuzzi reconstruye, con el archivo y otras fuentes, la existencia en el IOR de cuentas bancarias de Vito Ciancimino, difunto, exalcalde de Palermo, condenado por relaciones con la Cosa Nostra, la mafia de Sicilia. Massimo, su hijo, afirma: «Las transacciones a favor de mi padre pasaban todas a través de cuentas y cajas de seguridad del IOR». En las cartas del alarmado presidente del banco del Papa, un profesional muy apreciado en Italia, salen los fantasiosos nombres de los titulares de las cuentas en las que se ocultaba el dinero sucio de las comisiones: Mamá De Bonis, Lucha contra la leucemia, Jonas Foundation, Francis Spellman, Misas, Niños pobres o Manicomios. Con la friolera de 120 millones de euros, unas monjas que cuidaban de enfermos mentales resultaban ser más ricas que muchas diócesis juntas, lo que se interpreta como dinero usado por otros y para otras finalidades.
Antes de morir, monseñor Dardozzi pidió que su archivo personal fuese publicado. Nuzzi admite que, «hasta fines del siglo pasado, el IOR, que sigue respondiendo únicamente al Papa de cuanto hace, pierde o gana, no aplicó el anunciado cambio de rumbo», aprobado después que estallase el escándalo Marcinkus-Ambrosiano. En la base católica hubo una sublevación y el Vaticano tomó algunas medidas: pagó 242 millones de dólares (171 millones de euros) a los acreedores, ordenó el exilio del arzobispo y nombró un nuevo equipo de banqueros que debía asegurar una nueva línea. «Entiendo que mi libro favorezca a quienes ahora intentan hacer limpieza dentro del Vaticano», reconoce Nuzzi.