Por Gustavo Morello sj.
Sacerdote Jesuita. Licenciado en filosofía y teología. Magister en Ciencias Sociales. Docente en la Universidad Católica de Córdoba. (Córdoba). Artículo publicado en la revista CIAS digital http://www.fcias.org.ar/2009/.
La propuesta de este trabajo es analizar un mapa histórico de la iglesia en los últimos 50 años, brindando una orientación sobre escenarios, tendencias y actores. En el texto pretendo repasar lo que considero han sido los procesos más importantes para que los cristianos en Argentina seamos más libres, que tengamos más elementos y oportunidades para elegir.
Creo que en los últimos cincuenta años el pueblo de Dios en Argentina protagonizó dos procesos importantes que nos hicieron más ricos. Uno, el proceso conciliar: desde el inicio del Concilio Vaticano II en 1962 hasta Medellín en 1968; el otro, el proceso del terrorismo de estado desde 1973 hasta 1983.
1 La matriz integrista
La Argentina moderna nació bajo la hegemonía liberal, por eso en las últimas décadas del siglo XIX lo religioso dejó de ser un factor de relevancia social pública. El catolicismo quedó fuera del mito liberal y la iglesia fuera del sistema de poder. Pero la crisis de la hegemonía liberal, a partir de las primeras décadas del siglo XX, posibilitó el surgimiento de un catolicismo revanchista y reaccionario que hizo de su marginación un rasgo identitario: el catolicismo argentino será, durante el siglo XX, profundamente antiliberal.
La percepción en la entreguerras era que el sistema liberal estaba agotado. La crisis de las ideas e instituciones políticas liberales transformó al nacionalismo en una ideología nacional, por la necesidad de buscar un marco ideológico que ayudase a la cohesión social y a la identificación nacional. La fuerza del mito de la nación Católica fue que permitía una lectura del pasado, un posicionamiento en el presente y un proyecto futuro. El tiempo, la historia y sus protagonistas, se ubicaban en un plan divino sobre Argentina. El catolicismo se transformó un signo de nacionalidad.
Con el Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, en 1934, dio comienzo a una nueva etapa en la historia de la Iglesia argentina. La Iglesia ganó la calle, se hizo presente de un modo masivo y dejó atrás el complejo de inferioridad a la que la había sometido el pensamiento liberal. Se convirtió en una realidad que había que escuchar por su capacidad de movilización: el catolicismo militante dejó de ser una rareza.
La Iglesia, con escasa presencia institucional en la sociedad civil, tomó parte en la discusión sobre la identidad nacional. ¿Cuál era la auténtica Argentina: la que defendía los valores hispánicos, previos a la irrupción del liberalismo, o la “liberal” que había bajado de los barcos a partir de 1860?
El catolicismo integral consideraba que el problema del deterioro de las instituciones liberales y el laicismo requería luchar contra ese orden y construir un orden católico. El individualismo liberal había sido un desvío que Argentina tenía que abandonar para retomar la senda de su catolicismo. Las encíclicas sociales marcaban el rumbo que el orden cristiano, y el mundo, debían seguir.
El catolicismo integral se propone la colonización católica de todos los ámbitos de la vida y elaborar respuestas propias frente a los problemas sociales, sin tener en cuenta ni dialogar con otras fuerzas o tradiciones de pensamiento. Así, el proyecto católico integral surge con el objetivo de diferenciarse (y rechazar) otras posturas. La apuesta es ‘integral’: crear una Argentina católica, restaurando los verdaderos valores. El nacionalismo aparece como el referente obligado, la ‘defensa de la argentinidad’ es invocada ante cualquier otra idea que amenaza. La discusión política en estos grupo pasaba por optar entre algún nacionalismo, pero el nacionalismo no se discutía. Los enemigos eran el liberalismo, el protestantismo, la revolución francesa, el socialismo o el judaísmo
En los años que van del 30 al 45 ese intentó de construir un país católico. El catolicismo reinventó una tradición nacional católica desde la cual intentó definir la argentinidad. Surgió el mito de la nación católica, según el cual el catolicismo era la única y verdadera ideología nacional que estructuraba toda la argentinidad. Un mito que se fundó sobre otro: el de un pueblo católico. Este pueblo estaba amenazado por ideologías extranjeras, infiltraciones apátridas. Este mito de bases confesionales tenía mucho de voluntarista, ya que por su debilidad en la sociedad civil, la iglesia no podía proponerse como garante de relaciones sociales armónicas. La debilidad propia y la marginación del sistema institucional hicieron que el catolicismo intentase imponer su proyecto de cristianización social a través de la conquista del estado. La iglesia se preocupó más por reconquistar el estado que por un fortalecimiento del catolicismo en la sociedad civil.
El marco filosófico teológico de los ’30 y ’40 fue un neotomismo reaccionario al modernismo de principios de siglo, revanchista. Intentó crear una nueva Cristiandad, reconfigurando la sociedad y el orden político según entendían esos pensadores la ley de Dios. Desde este marco teológico se involucran en cuanto debate había en el país: educación, teatro, moda, relaciones internacionales; frente a todo esto la iglesia tenía la única solución verdadera. La apuesta política del “integrismo” pasaba por la creación de un régimen que impusiese por la fuerza el imperio de la ley divina por sobre el estado y los hombres. En este proyecto, el ariete de conquista estatal era el Ejército, que por ser una institución previa al estado liberal podía apelar a una “nacionalidad” neutral. El proyecto eclesial era reconquistar el estado para que con sus herramientas el estado defendiese al catolicismo. La idea política era el corporativismo. La democracia era un concepto social no político. El nacionalismo argentino había hecho del catolicismo un rasgo de identidad política y desde allí sostenían la restauración católica de una nación como objetivo prioritario.
Como la filiación católica se constituyó en un rasgo excluyente de la identidad nacional, se superpuso la categoría de católico con la de ciudadano. Quien estaba fuera de lo nacional-católico, estaba fuera de toda legitimidad. Como lo religioso se proyectaba sobre lo político, y en la concepción de Cristiandad no había espacio par ala tolerancia, la política tampoco sería plural. Se trasladó a la política el espíritu de cruzada religiosa. Las instituciones democráticas, encaradas justamente de gestionar el conflicto, quedaban desvirtuadas; el conflicto social, natural en la sociedad política, aparecía como algo indeseable.
Hubo un intercambio de roles entre las instituciones religiosas y las militares. Defender esta versión del catolicismo era defender la esencia nacional. De ahí que el estado se transformara en custodio de la ortodoxia católica. Mientras que los militares se transformaron en teólogos del catolicismo nacional importantes sectores católicos se militarizaron.
El mito de la nación católica fue una forma de fundamentalismo: una identidad religiosa asumida como rasgo identitario fundamental de una comunidad secular. La defensa de la propia civilización justificó la deshumanización del enemigo, del que no creía en ese proyecto comunitario. El catolicismo es alma del ser nacional, lo argentino es católico y lo no católico no es propiamente argentino. La negación de la dignidad de la ciudadanía a quienes no cabían en estos límites “católicos” fue el caldo de cultivo de la represión. Los enemigos, deshumanizados, eran traidores a la patria, un peligro para el alma de la nación.
El sentimiento anti-liberal hizo que muchos simpatizaran con el surgimiento del peronismo, como un proyecto de país distinto del liberal-laicista. No pocos católicos vieron en Perón el líder que liberaría a las masas de la alienación en que las tenían sumidas los mitos del liberalismo, el socialismo y el comunismo. Junto con la seducción de un “Proyecto Nacional, Popular y Revolucionario”, el peronismo adhirió y en muchos casos intentó implementar la incipiente Doctrina Social de la Iglesia. Para muchos, Perón puso en obra lo que la Iglesia pensaba. La preocupación del peronismo por los más necesitados fue vista con simpatía por muchos cristianos argentinos.
El mito de la nación Católica, secularizado, fue parte de la identidad peronista. La iglesia no sólo fue cruzada y estuvo al medio de los conflictos de los años ’50, sino que los actores postulaban o rechazaban el catolicismo como modo de identificarse políticamente. Hacia 1950, los miembros de la ACA eran más de 70.000. Este laicado, diverso y educado, no siempre asumió dócilmente los llamados de la jerarquía a obedecer o cuadrarse en silencio. Grupos católicos, inspirados en Maritain, intentaron disputar a Perón su “catolicismo social” fundando la Democracia Cristiana. La iglesia fue uno de los protagonistas de los conflictos sociales que atravesaron el país en los ’50. Por eso no sorprende que la continuidad del conflicto ‘pos-peronismo’ haya impactado en las filas del clero.
2 El impacto del Vaticano II
El Concilio Vaticano II rompió el molde ideológico de la “nación católica” y dejó mal parado a sus guardianes. La iglesia argentina no estuvo preparada para el proceso de apertura iniciado desde Roma. A raíz de la teología conciliar Roma permitió el pluralismo religioso y tolerante al interior del catolicismo. Pero permitir no es aceptar. La tentación de controlar el estado en un solo movimiento e imponer el integrismo religioso seguirá vigente por mucho tiempo.
El conflicto surgido al interior de la iglesia por los cambios decididos en el Concilio se tradujo en un problema de legitimación del poder. Por eso el eclesial fue uno de los ámbitos más virulentos de los conflictos sociales y políticos de la Argentina en los ’60 y ’70.
El anuncio de Juan XXIII del 25 de enero de 1959 convocando a un Concilio fue acogido tímidamente en la mayoría de las diócesis de América Latina, significó un cambio importante respecto de los concilios anteriores en dos aspectos: uno, por la creación de una comisión para el apostolado de los laicos y, dos, la elección de obispos encargados de diócesis, es decir con un trabajo pastoral concreto, como miembros de las comisiones. Si bien en un primer momento predominaban los simpatizantes con tendencias conservadoras, también aparecieron los nombres de los antiguos perseguidos de la Nouvelle Theólogie.
Las autoridades eclesiásticas argentinas de los años ’60, formadas en el neotomismo teológico, el integrismo social y el nacional catolicismo, no estaban preparados para la teología que se empezaba a discutir en círculos teológicos europeos y argentinos. La actitud de la jerarquía fue la de clausurar cualquier debate imponiendo su autoridad. Cuando el Concilio Vaticano II legitimó la teología “sospechosa”, el desconcierto fue absoluto. Confiados en la capacidad de confabulación de los curiales romanos en orden a “controlar” los ímpetus renovadores, los obispos argentinos evitaron poner a sus diócesis en estado de concilio. Mientras la prensa católica no se ocupó de la convocatoria al concilio, el episcopado no le dedicó ninguna carta pastoral ni se ocupó del tema en sus asambleas. La jerarquía integrista de comienzos de los años ’60 había desbalanceado peligrosamente a la iglesia: compensaban sus escasos resultados pastorales con su creciente politización. La comisión permanente de la CEA, durante el Concilio, era decididamente integrista: de 11 miembros, 8 fueron ordenados obispos entre 1927 y 1943 formados en el más rancio neotomismo antimodernista.
Sólo en unos pocos seminarios y diócesis hubo debates. Un grupo de profesores se congrega en Buenos Aires en torno a Pironio, otra gente se vinculó con Mejía en la revista “Criterio”. Ambos círculos criticaban a la iglesia su ausencia del mundo moderno. Parte de la nueva generación episcopal, encabezados por Devoto en Goya, tomaron una actitud diferente, impulsando el aggiornamento.
El Concilio se inauguró el 11 de octubre de 1962 y se clausuró el 8 de diciembre de 1965. Contó con la presencia de 2500 “padres conciliares”, siendo hasta ahora el más universal en la historia de la Iglesia. En la asamblea se reunieron obispos de los cinco continentes, con un peso importante y desconocido hasta entonces de las “Iglesias jóvenes”.
Las resoluciones del Concilio fueron surgiendo de la tensión entre progresistas y conservadores. Los conservadores, numéricamente más débiles, estaban apoyados por la Curia Romana; el grupo progresista contaba con el aval de los obispos de los países “de misión” o “subdesarrollados” y el ímpetu de unos 300 expertos convocados para trabajar en distintas comisiones. Estos teólogos presentaron a los obispos las nuevas tendencias teológicas, redactaron algunos borradores, mantuvieron contactos directos, dictaron conferencias, etc. Su tarea constituyó, para muchos padres conciliares, un “reciclaje” teológico importantísimo.
La reflexión teológica recibió aportes desde distintas situaciones. El Vaticano II dio un impulso definitivo al diálogo ecuménico e interreligioso dentro de la Iglesia católica. A su vez consagró el principio de libertad religiosa y la separación de la Iglesia y el estado haciendo ver las ventajas que el catolicismo obtendría de semejante actitud.
Posiblemente el fruto más importante de todo este esfuerzo fue el replanteo de la propia identidad católica. Una parte importante de la Iglesia era consciente de que esta renovación no se podía hacer con las antiguas estructuras eclesiales. Era necesario, si se pretendía dialogar con el mundo contemporáneo, no sólo rejuvenecer la teología sino también las estructuras concretas de acción de la Iglesia, renovando la organización desde la función de los obispos hasta en la vida parroquial.
El Concilio incorporó a la reflexión eclesial, desde una perspectiva más inductiva, los temas relacionados con la secularización y la pobreza. Asumiendo los problemas del hombre se buscaron alternativas que tuviesen que ver con lo específico cristiano. Surgieron nuevos ámbitos teológicos, tales como la teología política y la teología de la liberación. Esta reflexión, más en sintonía con las condiciones históricas, cambió las perspectivas de abordaje de los problemas sociales: más que hablarle al mundo se trató de escucharlo.
La iglesia manifestó la conciencia de ser un grupo más dentro de la sociedad, aceptando a ésta como una realidad secular y pluralista. Se tomó conciencia de que la autoridad eclesial puede tener un ascendiente moral importante, pero no es una autoridad aceptada por todos como tal. Además, se reconoció que el laico cristiano tiene una función orgánica en la vida de toda la Iglesia. Esta misión se revaloriza y se lo anima a actuar en todos los ámbitos de la vida. En definitiva, el Concilio fue la reconciliación de la iglesia con el espíritu de la modernidad, el reconocimiento de que el mundo es autónomo de ella y de que la iglesia lo acepta tal como es.
No es exagerado decir que recién en el Vaticano II se superaron las matrices culturales grecolatinas. La Iglesia comenzó a pensarse como “no necesariamente europea”. Este movimiento intelectual ayudó a que las Iglesias periféricas generen un intento propio de reflexión teológica, muy vinculado a lo particular y concreto de las situaciones de cada región. Este impulso será fundamental para explicar las posturas cristianas revolucionarias en América Latina. Ellas surgieron de la reflexión teológica sobre la realidad social de la región.
3 El Catolicismo posconciliar
Si bien hasta los ‘60 América Latina no tuvo una producción teológica importante, muchos de los seminaristas de este continente que durante los ‘50 estudiaron en Europa se interesaron vivamente por la traducción de las obras de la Nueva Teología, por generar reflexión en centros de estudios, convocar reuniones de investigación, etc. Esta dinámica motorizó el comienzo de una reflexión teológica latinoamericana. El proceso, sin embargo, se dio en coordenadas distintas a las europeas. Mientras la teología europea añoraba re-encontrarse con las grandes mayorías, en América Latina las masas populares ya ocupaban un lugar prioritario en el ámbito de la Iglesia. Esto marcó una diferencia importantísima en las líneas teológicas. Mientras que del otro lado del Atlántico la indiferencia y el ateísmo fueron los motores de la reflexión; aquí, el inmenso peso de un pueblo creyente y empobrecido demandaba una respuesta de la iglesia y la teología a sus problemas.
Cuando se clausuró el Concilio ya se hablaba de una encíclica sobre la cuestión social. El aporte de los teólogos franceses en la reflexión social había sido muy importante. No sorprendió que Pablo VI se inspirase en él para escribir Populorum progressio, encíclica con la que la iglesia se metió de lleno en el problema del Tercer Mundo. La recepción de esta encíclica en América fue importantísima. Populorum Progressio afirmaba que si bien el progreso de la economía permitiría atenuar las desigualdades sociales, hay más contrastes y diferencias entre la opulencia y la miseria. Mientras algunos tienen cada vez más poder, otros viven y trabajan en condiciones miserables. El riesgo que se corre es el de una transformación violenta.
Apenas seis meses después de PP apareció el Mensaje de 18 obispos del Tercer Mundo, apadrinado por Helder Cámara, obispo de Recife. El propósito de esta declaración fue aplicar las enseñanzas de la Populorum Progressio en los países subdesarrollados. El documento afirmaba que los pueblos del Tercer Mundo eran el proletariado de la humanidad, explotado por las naciones más ricas. Sostenían que si un sistema político dejaba de asegurar el bien común, la Iglesia no solo debía denunciar la injusticia, sino también colaborar con un orden de cosas más justo. El socialismo era más justo que el capitalismo, porque “el verdadero socialismo es el cristianismo integralmente vivido”, el sistema que mejor adaptaba los requerimientos morales del Evangelio. La religión no era opio del pueblo sino fuerza de los débiles.
Esta declaración de los 18 obispos tercermundistas preparó el camino a lo que sería la aplicación oficial del Concilio en América Latina. Con este objetivo se organizó una nueva reunión del episcopado latinoamericano en Medellín. Esta segunda Asamblea, reunida del 26 de Agosto al 6 de Setiembre de 1968, se hizo intérprete de la queja de los miserables del continente. La conferencia se caracterizó por generar espacios de diálogo con los otros cristianos invitados a la conferencia, o entre los universitarios y líderes obreros que se juntaban en distintos lugares de la ciudad colombiana para debatir lo que se trataba dentro de la Asamblea.
Su influencia fue decisiva en la historia de la Iglesia en América latina: por primera vez la jerarquía tomaba conciencia oficialmente de la gravísima situación de injusticia social a la que señaló como violencia institucionalizada (Paz, 16). El cambio de estructuras que América necesitaba no vendrá sin una profunda reforma del sistema político que pusiese en el bien común su única finalidad (Justicia, 16), sin la formación de una conciencia social preocupada por los problemas comunes (Justicia, 17).
Resumiendo, hacia el segundo lustro de los ‘60 la Iglesia de América Latina tomó conciencia de que los problemas sociales no eran desajustes de coyuntura sino que respondían a problemas estructurales. La caridad y la beneficencia no bastaban. El orden social necesita un cambio de fondo, y era un deber del católico luchar por él.
Medellín amplificó las tensiones del catolicismo vernáculo, especialmente en lo social y político. Finalizada la reunión, los Episcopados nacionales fueron aplicando a sus países las conclusiones de Medellín. San Miguel fue el resultado de la aproximación del clero argentino a las necesidades populares. El 20 de abril de 1969 se reunió el Episcopado Argentino en la localidad bonaerense de San Miguel. En el documento publicado se afirma que si la historia ha creado estructuras injustas en el país, la liberación cristiana también debe abarcar las estructuras económicas, culturales, políticas. Inspirados en el Evangelio, los cristianos se comprometen en la defensa de los derechos de los pobres y se comprometen a colaborar con todos los que trabajen para eliminar la marginación y la injusticia, las desigualdades hirientes. Para realizar su tarea evangelizadora, la Iglesia debe compenetrarse con el pueblo, con sus costumbres y riquezas, e iluminarlas desde el Evangelio; al igual que Jesús, debe acercarse especialmente a los pobres y oprimidos.
4 Los Sesenta en el catolicismo argentino
El impacto del Vaticano II en la iglesia vernácula no fue solo institucional sino, sobre todo, psicológico. El desconcierto episcopal era acompañado por la desorientación de la dirigencia argentina que había sostenido el nacional catolicismo. Los adherentes a la “nación católica” se resistieron a incorporar el concilio, ya que eso significaba renunciar a la tutela sobre el “alma nacional” y redefinir la naturaleza del catolicismo argentino: ser el sustento de una sociedad civil pluralista. La legitimación automática de las fuerzas armadas a través del magisterio católico, se hizo imposible luego del Concilio Vaticano II. Por lo tanto, las Fuerzas Armadas y la burguesía nacionalista buscaron refugio ideológico en estos sectores reaccionarios de la iglesia y, a cambio, pusieron a disposición de los obispos sus recursos de poder civil, económico y militar.
El Concilio no hizo más que detonar todos estos potenciales conflictos, bajo una cúpula que no supo como manejarlo. La polarización eclesial fue consecuencia de la incapacidad de la jerarquía de dar espacios y cauce institucional a los planteos renovadores del Vaticano II. La radicalización conservadora, en vez de atenuar la virulencia del clero progresista, no hizo más que exasperarlo y aumentar sus críticas.
En el contexto de conflicto entre posiciones progresistas y conservadoras, no es extraño que tanto FF. AA. como iglesia se uniesen contra una amenaza común. La alianza de las jerarquías eclesiales y militares hizo del conflicto “católico” un problema “civil”. El catolicismo fue también una forma de nombrar el conflicto, un lenguaje político y no religioso. La confusión no fue solo de la izquierda, sino fundamentalmente de la jerarquía que con su híbrido nacional católico había contaminado tanto a la política como a la vida religiosa argentina.
Los grupos renovadores eran muy diversos: desde los que respetaban la naturaleza jerárquica y la moderación política anteponiendo la renovación espiritual, pasando por un sector que entendía la renovación como un modo de revitalización del imaginario nacional católico hasta un grupo decididamente rupturista, que planteaba una transformación institucional profunda y una participación fundamental del laicado en la pastoral y el diálogo con pensamientos contemporáneos.
La renovación estaba conformada por “evolucionistas” y “radicales” según la gradualidad de sus planteos y el impacto de los mismos en la iglesia y sus relaciones con el mundo. La novedad fue que quienes se opusieron al mito nacional católico lo hicieron invocando su adhesión al catolicismo.
Mientras la jerarquía se había esforzado en bloquear las posiciones de los renovadores, el Vaticano las hacía “doctrina oficial”. La consagración de la ortodoxia de la línea renovadora paralizó y desconcertó a la jerarquía local, porque con esto minó los cimientos neotomistas del integrismo patrio desde el que parecía un aliado incondicional: Roma. Este aval papal legitimó los planteos reformistas de amplios sectores de la iglesia argentina la jerarquía se vio obligada a una renovación que no quería. Lo que para unos obispos era un despertar de inquietudes teológicas y de un evangélico compromiso social, para otros era una herejía, un error que amenazaba con destruirlo todo.
Bajo el título de catolicismo posconciliar convergieron una serie de grupos muy heterogéneos, con intereses y experiencias disímiles, pero coincidentes en la búsqueda de una reformulación de la identidad y la misión cristiana. Los protagonistas cristalizaban un modo de traducir el evangelio a la realidad social y política del país. Su gran influencia no fue tanto “numérica” como “cultural”: encarnaron un modo nuevo de vivir y pensar la fe católica.
Luego del Concilio, los grupos cristianos se preocuparon no sólo de la práctica litúrgica y religiosa, sino también por el compromiso. Las organizaciones de jóvenes católicos comenzaron a trabajar en villas y barrios marginales, descubriendo un mundo distinto. Muchos jóvenes tuvieron su primer contacto con la pobreza a través de los grupos católicos que trabajaban en las villas miseria y en las misiones que se organizaban al interior. En general se sentían muy identificados con Jesús, con su amor a los pobres y su Evangelio, aunque no tanto con las prácticas del catolicismo. Se sentían convocados por el compromiso cristiano más que por su inclusión en la Iglesia.
Mientras que la renovación se congregaba en torno al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, con unos 410 miembros activos; el clero castrense, el más grande de América Latina con sus 210 capellanes, aglutinaba la facción integrista.
Los fundadores del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo se caracterizaron por ser personas muy sensibilizadas con el compromiso social, con los más pobres; y una idealización un tanto mesiánica del peronismo, especialmente por parte de quienes vivían en el Buenos Aires; y del marxismo, por los grupos del interior del país, en especial de Córdoba y Mendoza.
5 Los católicos y el terrorismo estatal
La radicalización fue cierta y también es verdad que muchos militantes católicos confundieron principios teológicos con estrategias de acción política inmediata. Los conflictos dejaron los claustros para expandirse en el mundo social y político y, en un movimiento pendular, retornar demoledoramente sobre el mundo católico. A su vez, la jerarquía con su repliegue y cerrazón, no hizo más que aumentar la intensidad del impacto.
La politización del clero y el laicado condujeron no sólo a la fractura del mundo católico en general, sino también a la implosión del sector progresista: su paulatino aislamiento, las constantes sanciones disciplinarias, y la ruptura de Perón con Montoneros, los fue dejando a la intemperie cuando el proceso arrasó con el país.
La iglesia argentina de los 60 y 70 está atravesada por heridas en todos los niveles (clero, obispos, laicos) y ámbitos (teológico, político y social); hay católicos asesinados y asesinos, mártires y martirizadores. Este maniqueísmo se reflejará en la conferencia episcopal. Los obispos sabían lo que estaba pasando y algunos estaban sinceramente angustiados, incluso hubo protestas públicas que impactaron en la sociedad. Pero no actuaron con firmeza. Las razones son varias. Entre ellas, que como el conflicto era entre dos pilares de la nacionalidad, lo que había que corregir se hacía en familia, secreta y discretamente. La convicción de la represión de estar de actuando en defensa del orden occidental y cristiano y del ser nacional y católico, coincidió con el perfil de las víctimas de la represión: los militantes del el progresismo posconciliar. Además la iglesia argentina privilegió el cuidado de su influencia pública prescindiendo de conflictos que la hicieran “tomar partido”, aún a costa de callar frente a la tortura y la desaparición conocidas por la conferencia episcopal.
Junto con esto, la intención vaticana de ‘unidad a toda costa’ hizo que los obispos optaran por el silencio como modo de defender el ser nacional. La presión por la unidad hizo que los obispos más fascistas y el discurso más combativo fuesen paulatinamente reemplazados por llamados a la reconciliación social, la exhortación al diálogo, la flexibilización pastoral y el pluralismo de posiciones. En lo teológico esto significó la relectura del Vaticano II, no ya en clave de liberación, sino de “Teología de la cultura”. Lo curioso es que ya sea desde la liberación o desde la cultura, todos los caminos de la teología argentina conducían al peronismo.
6 El catolicismo en democracia
En estos veinte años, la Iglesia frente al Estado se asume como el interlocutor que representa a la sociedad. Se parte de la hipótesis de que el “ser nacional” es católico. Entonces, si la sociedad es católica, la Iglesia habla en su nombre. En su auto comprensión, la Iglesia no es una voz sectorial, sino social. Cuando la voz de la Iglesia coincidió con el humor social, la Iglesia efectivamente habló en “representación”; (esto se nota en los últimos 10 años, en sus críticas al modelo, acompañadas por la acción de Cáritas). Pero cuando su voz no es representativa, surgen ruidos que la Iglesia en tanto que actor social, no termina de entender; (cuando se criticó su accionar ante la desaparición de personas, o con los temas de salud reproductiva o de educación católica).
No se asume como una minoría social, como un sector. También se le presenta un conflicto en la interpretación de la actitud de gente bautizada y comprometida con la institución que no coincide con la jerarquía en estos aspectos. Esta actitud, de laicos y algunos consagrados, se vive como un desafío a la autoridad, como un problema de disciplina, y no como una oportunidad de acercarse a escuchar lo que podría ser un “signo de los tiempos”.
La iglesia padece cierto individualismo institucional. En algunos temas se cuida a sí misma frente a otros colectivos, pretendiendo defender el bien común; hay un recurso constante a la unión del cuerpo, pero a veces pareciera que se defiende más la visión corporativa de una jerarquía, que a su vez, es elegida al margen de las iglesias locales.
En todo este proceso de marcar una distancia respecto de la dirigencia política, tal vez haya faltado, de parte de la autoridad eclesiástica, una autocrítica seria a su propia labor como dirigencia social en Argentina. Si bien se pidió perdón por la actuación de algunos miembros de la iglesia en la época de la dictadura, no se evaluaron las actitudes específicas de la jerarquía en esos años, ni se examinó la conducta de los obispos en tanto dirigencia nacional. Me refiero con esto a la falta de propuestas alternativas concretas de los organismos católicos, la falta de una reforma que haga más austera la vida de la iglesia, la representatividad de los mismos obispos, la participación genuina de la gente en los procesos de tomas de decisiones. En cierto modo, cuando los obispos critican a la dirigencia interpretan el sentir de un vasto sector social, pero se olvidan de que ellos mismos son una dirigencia social especialmente importante en la dinámica argentina.
Mientras desde posiciones parroquiales y educativas se insiste mucho en el compromiso cristiano, no pocas veces se disuade de la vinculación política concreta. Otras veces se motiva la participación responsable del cristiano en política, pero se “exige” que ese espacio “responda” a la jerarquía. Con frecuencia, los laicos que trabajando en instituciones de la iglesia se comprometen fuertemente con lo social y político, a la hora del conflicto o de agudizar posturas, se ven limitados como si fueran consagrados.
Hay un lenguaje de documento, un estilo literario, que está agotado, que nadie entiende, endogámico e incestuoso que termina siendo incomprensible por autorreferencial. Más aún, las palabras están exhaustas. Tal vez sea hora de signos y gestos institucionales concretos y no de declaraciones. Hay temas en los que ya no queda mucho más por decir. Se describe la realidad con mayor o menor acierto, pero la institución no se implica en la proyección de un intento de solución. No es una lectura “desde dentro” del problema que, en términos teológicos, implicaría un proceso interno de conversión.
La iglesia dejó de ser fuente de legitimidad de los gobiernos de facto, al fortalecerse los gobiernos civiles. Pero sigue siendo una institución de prestigio, creíble. Posiblemente la razón de esta ascendencia se puede entender por tres razones: primero, también fue víctima de la represión, aunque el comportamiento de la jerarquía del momento haya sido lamentable; segundo, frente al “Estado Desertor” la iglesia asume el rol de la seguridad social con Cáritas; tercero, frente a la crisis de representatividad, la iglesia es mediadora en conflictos sociales, en reclamos sindicales y políticos, en pedidos de justicia, reclamos de tierras, asentamientos marginales, etc. La iglesia sigue teniendo un papel de “reserva moral” al cual se acude en momentos de crisis.
Que la iglesia siente a la dirigencia política y social a dialogar no es poco; pero es “asistencialismo” político, el equivalente a dar de comer al hambriento. La colaboración fecunda con la democratización efectiva tiene que pasar por una conversión en las propias estructuras eclesiales: es allí en donde se pueden formar ciudadanos, los modos de participación laical en las estructuras pastorales puede ser un semillero de actitudes democráticas. Mucha gente participa en algún grupo de iglesia, algunos hablan de un 40% sobre el total de gente que participa, tal vez conformen la primera minoría de militantes de ONG. El problema está en el trato cotidiano que la gente recibe: la arbitrariedad del encargado, el paternalismo sacerdotal, la falta de memoria histórica de los que llegan y la inercia institucional de los que ya están. Nuestro “modo político” de proceder en las parroquias, en las escuelas, en la universidad, suele ser arbitrario, paternalista, no democrático. Si estas estructuras de funcionamiento cotidiano no se modifican, ¿cómo enseñarle a la gente que no vote mesianismos políticos, caudillos demagógicos, paternalismos corruptos? Las instituciones políticas son el fruto de una trama de intereses, son la cristalización de una lucha, del momento histórico de una sociedad. Las instituciones reflejan la vida social. El problema es, entonces, nuestra vida en común. Creo que una profundización en los modos de participación eclesiales contribuiría, indirecta pero sólidamente, a la construcción de la comunidad.
La crisis social argentina ha arrastrado a la política. No se vislumbran salidas por lo político, no hay propuestas que ayuden a superar la aporía. Creo que la salida de esta situación será por lo social, por la reconstrucción de la sociedad civil, incluso al margen del estado. Si esto es así, la próxima reflexión teológica no partirá desde lo político y las relaciones iglesia Estado, sino desde lo social, y de las relaciones de la iglesia con la comunidad. Si la idea de Nueva Cristiandad partía del debate por el poder en la tierra y de la forma de influir en él, de la legitimación que la iglesia podía ofrecerle al poder civil; la crisis social y la oferta de asistencia de la iglesia ante la misma posiblemente dé lugar a otra concepción de la iglesia distinta. Esto sólo pasará si la iglesia resiste a la tentación de capitalizar, en términos de prestigio político, este servicio comunitario. Tal vez los próximos veinte años muestren una salida por lo social para la iglesia en Córdoba y su concepción teológico política.
7 Conclusiones
Si algo nos ha enseñado estos años es que la iglesia no es un actor político homogéneo. Al ser un colectivo variado, alberga en su interior tantas posiciones políticas como las que se encuentran en la sociedad.
El compromiso político de los creyentes no siempre es previsible. No necesariamente un católico (o un pentecostal, o un judío, o un musulmán) va a comportarse, frente a la misma situación, de un modo determinado y previsible. La convicción de fe genera compromisos personales que van más allá de lo previsto.
Si bien hasta los años sesenta la iglesia se pensó en diálogo con el estado, y éste sigue siendo un interlocutor privilegiado sobre todo para la jerarquía, a partir de los ochenta un interlocutor político importante ha sido la sociedad civil. De diversos modos, la sociedad civil y sus organizaciones ha entrado en el radar eclesial y se ha transformado en un sujeto que también está en el juego. En definitiva, se nos presenta un panorama de una presencia cristiana múltiple en múltiples espacios.
En este nuevo escenario, apareció un actor impensado en los años treinta: a partir de los noventa, la iglesia católica se dio cuenta de su convivencia con otros oferentes de sentido, religiosos o no, con los cuales disputa los espacios que la crisis de la modernidad vuelve a ceder a lo espiritual.
Entiendo que una amenaza que se nos presenta es la irrelevancia social de lo religioso. Y justamente allí radica la ventana de plausibilidad que se le abre a lo religioso: la oferta personal de sentido: el respeto por la conciencia del otro, una propuesta de construcción comunitaria que defienda toda vida y no imponga proyectos de felicidad.
Bibliografía
Di Stefano, R y Zanatta, L (2000) Historia de la iglesia argentina. Desde la conquista hasta fines del siglo XX, Grijalbo – Mondadori, Bs. As.
Mallimaci, F (1992) ‘El catolicismo argentino desde el liberalismo integral a la hegemonía militar’ en AA. VV., 500 años de cristianismo en Argentina, Centro Nueva Tierra – CEHILA, Buenos Aires, p. 197-365.
Zanatta, L (1998) “Religión, nación y derechos humanos. El caso argentino en perspectiva histórica” en Revista de Ciencias Sociales 7/8, Quilmes, Universidad Nacional de Quilmes, p. 169-188.
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