El presente artículo fue publicado en la revista Vida Nueva de España del 22 al 28 de mayo de 2010.
No están siendo buenos tiempos para Benedicto XVI. Ya el pasado año, con motivo del levantamiento de la excomunión a los obispos lefebvrianos, así como la falta de información previa sobre el negacionismo del Holocausto por parte de uno de ellos, el Papa escribió una carta en la que reconocía una deficiente actuación de algunos órganos de gobierno de la Curia romana.
Ya desde el inicio de su pontificado se venía apuntando cierta “renovación” y hubo incluso quien apuntó que nadie mejor que el propio cardenal Ratzinger sería capaz de acometer esta reforma curial, toda vez que él la conocía bien, e incluso había llegado a sufrirla. La reforma de la Curia había sido un viejo sueño de sus precedesores, aunque con deficientes logros. Pablo VI, en 1967, acometía una reforma dando mayor poder al Secretario de Estado, un poder que Juan Pablo II limitó tímidamente, otorgando mayor independencia a otros dicasterios en la reforma que hizo en 1988.
Crece en la Iglesia el sentimiento de que una de las reformas que hay que acometer para ayudar al Papa es apoyar una reforma de la Curia. Las palabras recientes del cardenal arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, han destacado la necesidad de esta reforma y de ningún modo se puede inferir que se trate de unas declaraciones fuera de tono. La autoridad con que siempre son recibidas sus palabras hace prever algo más por parte del cardenal vienés, serio papable en el último cónclave y amigo personal del Pontífice.
En el trasfondo de muchas de las dificultades por las que la Iglesia, en general, y el Papa, en particular, están atravesando, aparece con tintes sombríos el entramado curial, y algunos de sus destacados dirigentes, ya eméritos y jubilados, están siendo blanco de las críticas que se suceden a cada paso. Conforme avanza el tiempo se hace evidente que algunos de los problemas de claridad en la información desde la propia Curia, así como la escasa diligencia en la solución de conflictos y la coordinación de los trabajos en la misma, están en la raíz de algunas de las dificultades de las que ahora nos lamentamos. Dos nuevos problemas avalan esta sospecha: por un lado, las declaraciones del cardenal Darío Castrillón responsabilizando a Juan Pablo II del silencio ante un caso de pederastia en Francia; y, por otro, del apoyo a los Legionarios y a la figura de Marcial Maciel por parte de Wojtyla y, fundamentalmente, del actual decano del colegio cardenalicio y ex secretario de Estado, Angelo Sodano, quien queda en entredicho tras el reciente comunicado vaticano sobre la conducta inmoral del sacerdote mexicano.
La claridad con la que el Papa ha empezado, de forma tímida, a salir al frente de los problemas está siendo interpretada como un atisbo de reforma de facto. Varias actuaciones de una valentía plausible y de una nitidez inusual están llevando a considerar que la reforma de la Curia es inminente, pero que el Pontífice aún se encuentra atado para poder llevarla a cabo con mayor celeridad. Nadie duda que a lo largo de este año, tras el consistorio que se espera en otoño y una vez que se produzcan algunas dimisiones por razones de edad, el Papa podrá contar con cardenales de su total confianza en los puestos de gobierno de la Iglesia. Puesto que se trata de un gobierno vicario, la Curia ha de reportar información clara al Papa y nunca ocultar, como ha sucedido, aspectos relevantes para el ejercicio del ministerio petrino, que ya Juan Pablo II quiso abordar en su momento. Es la hora de abordar estos cambios. El Papa no puede ser prisionero de su propia Curia. Los males de la Iglesia, cuando tienen su raíz en el interior, son difíciles de erradicar.
La Iglesia debe aprender, pedir perdón y cambiar.
Rafael Velasco, sj. (La Voz del Interior, 9 de abril de 2010)
A raíz de los escándalos de abusos sexuales contra menores, perpetrados por sacerdotes de la Iglesia Católica, se ha levantado —otra vez— el debate acerca del celibato sacerdotal.
El celibato es una ley de la Iglesia que proviene no de la Biblia sino de una ley eclesiástica muy antigua (del primer milenio) y que en el catolicismo romano occidental es obligatoria; no así en el rito oriental, como tampoco en las iglesias ortodoxas ni en las iglesias reformadas.
Celibato y pedofilia
Me parece un error decir que el problema de los abusos se debe al celibato obligatorio.
Por un lado, hay razones psicológicas, antropológicas y teológicas más que suficientes para plantear la posibilidad de que sea optativo el celibato sacerdotal. Razones que, en todo caso, deben ser discutidas dentro de la misma Iglesia Católica. Pero considero que es un error utilizar esos casos —lamentablemente numerosos— de pedofilia y abusos por parte de los célibes para, montados sobre ellos, esgrimir argumentos en contra del celibato. Es algo un poco abusivo para mi gusto.
En primer lugar, porque parece que los únicos —y los primeros— abusadores son los sacerdotes, cosa que no es cierta. Por el contrario, es clarísimo que la mayor cantidad de casos de abuso a menores se da en el seno de las familias: miembros de la familia muy cercanos, padres, tíos, hermanos, abuelos. Y, por lo general, esas personas no son célibes. Son enfermos (como los sacerdotes y religiosos que abusan de niños). Personas enfermas que, además, cometen un crimen y deben ser tratados de acuerdo con sus actos.
La oscuridad
Hay que evitar los argumentos engañosos. El problema —además de lo enfermo del abusador y lo criminal de la acción— reside en la oscuridad con que se han manejado estos casos. Por poner en primer lugar la imagen de la Iglesia, que no debía ser "mancillada", se subordinaba a ello la verdad y el sufrimiento de inocentes y de sus familias. Eso ha estado mal. Eso, además, ha agrandado las cosas y las ha distorsionado.
El problema, más que celibato sí o celibato no, ha sido, junto con una concepción abusiva de la autoridad, el encubrimiento, la falta de transparencia en el manejo de estas situaciones. Y en eso la Iglesia debe aprender, pedir perdón y cambiar. En una sociedad en la que la transparencia es un valor importante, no se puede seguir obrando en secreto. Tal vez estas dolorosas situaciones ayuden también a la Iglesia a adoptar una cultura de mayor transparencia.
Un valor
Sin embargo, el celibato es un valor. El celibato por el Reino de Dios es un camino al que algunos nos hemos sentido llamados. En una cultura que endiosa el tener, el poder y el sexo, algunos nos hemos sentido llamados a compartir los bienes en comunidad, a ofrecer nuestra libertad para ser enviados en misión a donde haga más falta y a entregar nuestros afectos a Dios a través de un servicio comprometido con los hombres y mujeres a los que somos enviados.
De esta manera, nos sentimos llamados a servir a las personas y a Dios. De este modo nos sentimos invitados a reflejar —con nuestras vidas llenas de miserias y grandezas— que sólo Dios basta. Es un modo de vida; no es el único ni el mejor: es una vocación. Y está bien que sea eso: una vocación, un don, una llamada y no una imposición.
Pero temo que, muchas veces, al hablar sobre el celibato —desde los medios en particular— lo que se está diciendo no es que deba ser opcional, sino que debería ser abolido (palabras más, palabras menos: que todos los sacerdotes y religiosos deberían casarse).
Y ése es un discurso bastante autoritario, porque desde la propia perspectiva se quiere imponer a los demás un modo de vida. Lo que no se entiende, desde esa perspectiva, entonces es raro o malo.
Por eso, creo que hay que separar bien los temas, para no caer en lo mismo que se critica.
El problema aquí es que hay crímenes que deben ser juzgados y castigados, sea quien fuere su autor. Quien los comete, además de ser una persona con tendencias enfermizas, ha cometido un delito y debe pagar. Pero también hay que decir que esos delitos no son exclusivos de célibes, sino que son cometidos en gran número en el seno de las familias y también son encubiertos y silenciados.
Pero, en el fondo, quienes deben estar en el centro de la atención y del cuidado son las víctimas. Y aquí, los principales afectados —las víctimas de los abusos— son perjudicados doblemente: por el abuso, primero, y luego, por el manto de silencio impuesto. Con lo que su dolor, al no ver la luz, queda en la oscuridad y causa daños a veces irreparables.
Por eso, creo que el problema no es el celibato sino el encubrimiento; la oscuridad a la que se somete a las víctimas.
*Rector de la Universidad Católica de Córdoba (UCC)