La Iglesia debe aprender, pedir perdón y cambiar.
Rafael Velasco, sj. (La Voz del Interior, 9 de abril de 2010)
A raíz de los escándalos de abusos sexuales contra menores, perpetrados por sacerdotes de la Iglesia Católica, se ha levantado —otra vez— el debate acerca del celibato sacerdotal.
El celibato es una ley de la Iglesia que proviene no de la Biblia sino de una ley eclesiástica muy antigua (del primer milenio) y que en el catolicismo romano occidental es obligatoria; no así en el rito oriental, como tampoco en las iglesias ortodoxas ni en las iglesias reformadas.
Celibato y pedofilia
Me parece un error decir que el problema de los abusos se debe al celibato obligatorio.
Por un lado, hay razones psicológicas, antropológicas y teológicas más que suficientes para plantear la posibilidad de que sea optativo el celibato sacerdotal. Razones que, en todo caso, deben ser discutidas dentro de la misma Iglesia Católica. Pero considero que es un error utilizar esos casos —lamentablemente numerosos— de pedofilia y abusos por parte de los célibes para, montados sobre ellos, esgrimir argumentos en contra del celibato. Es algo un poco abusivo para mi gusto.
En primer lugar, porque parece que los únicos —y los primeros— abusadores son los sacerdotes, cosa que no es cierta. Por el contrario, es clarísimo que la mayor cantidad de casos de abuso a menores se da en el seno de las familias: miembros de la familia muy cercanos, padres, tíos, hermanos, abuelos. Y, por lo general, esas personas no son célibes. Son enfermos (como los sacerdotes y religiosos que abusan de niños). Personas enfermas que, además, cometen un crimen y deben ser tratados de acuerdo con sus actos.
La oscuridad
Hay que evitar los argumentos engañosos. El problema —además de lo enfermo del abusador y lo criminal de la acción— reside en la oscuridad con que se han manejado estos casos. Por poner en primer lugar la imagen de la Iglesia, que no debía ser "mancillada", se subordinaba a ello la verdad y el sufrimiento de inocentes y de sus familias. Eso ha estado mal. Eso, además, ha agrandado las cosas y las ha distorsionado.
El problema, más que celibato sí o celibato no, ha sido, junto con una concepción abusiva de la autoridad, el encubrimiento, la falta de transparencia en el manejo de estas situaciones. Y en eso la Iglesia debe aprender, pedir perdón y cambiar. En una sociedad en la que la transparencia es un valor importante, no se puede seguir obrando en secreto. Tal vez estas dolorosas situaciones ayuden también a la Iglesia a adoptar una cultura de mayor transparencia.
Un valor
Sin embargo, el celibato es un valor. El celibato por el Reino de Dios es un camino al que algunos nos hemos sentido llamados. En una cultura que endiosa el tener, el poder y el sexo, algunos nos hemos sentido llamados a compartir los bienes en comunidad, a ofrecer nuestra libertad para ser enviados en misión a donde haga más falta y a entregar nuestros afectos a Dios a través de un servicio comprometido con los hombres y mujeres a los que somos enviados.
De esta manera, nos sentimos llamados a servir a las personas y a Dios. De este modo nos sentimos invitados a reflejar —con nuestras vidas llenas de miserias y grandezas— que sólo Dios basta. Es un modo de vida; no es el único ni el mejor: es una vocación. Y está bien que sea eso: una vocación, un don, una llamada y no una imposición.
Pero temo que, muchas veces, al hablar sobre el celibato —desde los medios en particular— lo que se está diciendo no es que deba ser opcional, sino que debería ser abolido (palabras más, palabras menos: que todos los sacerdotes y religiosos deberían casarse).
Y ése es un discurso bastante autoritario, porque desde la propia perspectiva se quiere imponer a los demás un modo de vida. Lo que no se entiende, desde esa perspectiva, entonces es raro o malo.
Por eso, creo que hay que separar bien los temas, para no caer en lo mismo que se critica.
El problema aquí es que hay crímenes que deben ser juzgados y castigados, sea quien fuere su autor. Quien los comete, además de ser una persona con tendencias enfermizas, ha cometido un delito y debe pagar. Pero también hay que decir que esos delitos no son exclusivos de célibes, sino que son cometidos en gran número en el seno de las familias y también son encubiertos y silenciados.
Pero, en el fondo, quienes deben estar en el centro de la atención y del cuidado son las víctimas. Y aquí, los principales afectados —las víctimas de los abusos— son perjudicados doblemente: por el abuso, primero, y luego, por el manto de silencio impuesto. Con lo que su dolor, al no ver la luz, queda en la oscuridad y causa daños a veces irreparables.
Por eso, creo que el problema no es el celibato sino el encubrimiento; la oscuridad a la que se somete a las víctimas.
*Rector de la Universidad Católica de Córdoba (UCC)
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