18-Marzo-2009 Juan José Tamayo
“No podía seguir otro camino, no sólo por la libertad, que siempre me fue querida, sino por la verdad, que está aún por encima de la libertad. Si lo hubiera hecho -entrar al servicio del sistema romano, así lo veo hoy-, habría vendido mi alma al diablo por el poder de la Iglesia”. Así se expresa el teólogo suizo Hans Küng en el segundo volumen de sus Memorias titulado Verdad controvertida.
Es, sin duda, el mejor resumen de su largo itinerario intelectual en ese duelo de titanes que ha mantenido durante más de medio siglo contra el poder absoluto de la Iglesia católica, o mejor, del Vaticano, y contra el peligro del actual pontificado de convertir a la Iglesia católica en una secta.
El teólogo suizo es, sin duda, uno de los intelectuales más respetados. En septiembre de 2005 era incluido en la lista de los 100 intelectuales más influyentes del mundo por las revistas Foreign Policy y Spectator. Es, a su vez, uno de los teólogos cristianos más reconocidos internacionalmente.
Difícilmente se encontrará en el panorama de la teología cristiana del siglo XX una obra tan extensa, sistemática, rigurosa y creativa como la suya, que suma más de 50 títulos, con numerosas ediciones y traducciones a los principales idiomas.
Se trata de una teología hermenéutica, crítica e interrogativa, que reformula la identidad cristiana en el horizonte de los nuevos climas culturales, desmitifica la autoridad eclesiástica, libera a la Iglesia católica de violencias e infidelidades antiguas y modernas de la Administración romana y es sensible a los problemas e inquietudes de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Nada que ver con la cruel definición que diera del teólogo William Temple, arzobispo de Canterbury: “Es una persona muy sensata y sesuda que pasa toda una vida intentando dar respuestas exactísimas y precisas a preguntas que nadie se plantea”.
Küng se ha convertido en la conciencia crítica quizás más lúcida de la Iglesia católica, y más concretamente del fundamentalismo instalado en la cúpula del Vaticano. Este fundamentalismo se hace realidad en el dogma de la infalibilidad, cuestionado en su raíz en el polémico libro ¿Infalible? Una pregunta, en el que, a la luz de la filosofía del lenguaje, defiende la necesidad de que los dogmas se atengan a las leyes por las que se rigen todo tipo de proposiciones, ya que participan del carácter problemático de cualquier proposición humana.
El libro es comparable al Yo acuso (1898), de Zola. Los dos están guiados por una razón moral: uno, contra el hipócrita poder del Estado, con motivo del caso Dreyfus; otro, contra el incontrolable poder de la Iglesia en la figura del Papa, que actúa como monarca absoluto.
Tras la publicación del libro, Roma inició un largo proceso contra Hans Küng que terminó en 1979 con la retirada de la licencia eclesiástica para enseñar como teólogo católico. A pesar de la dolorosa derrota, Küng salió ganando, ya que, a sus 50 años, comenzaba una nueva etapa más fecunda todavía que la anterior en su trayectoria intelectual en torno a tres iniciativas.
La primera, el trabajo interdisciplinar con expertos en literatura y religión, físicos, economistas, psicólogos, científicos sociales y políticos, que ha dado lugar a importantes e innovadoras investigaciones.
La segunda, el diálogo entre religiones, culturas y cosmovisiones, con respeto a las diferencias y sin imperialismos de ningún tipo, ni culturales ni religiosos ni políticos.
La tercera, la propuesta de una ética mundial compartida por toda la humanidad en tiempos de salvaje globalización neoliberal, que formula en torno a cuatro principios 1. No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones. 2. No habrá paz entre las religiones sin diálogo de las religiones. 3. No habrá diálogo de las religiones sin estándares éticos globales. 4. No habrá en nuestro Globo supervivencia en paz y justicia sin un nuevo paradigma de relaciones internacionales basadas en estándares éticos globales.
Hans Küng ha llevado a cabo el duelo de titanes con el Vaticano de manera elegante, como demuestran las respetuosas, e incluso elogiosas, referencias a Joseph Ratzinger, colega suyo, primero, en el Concilio Vaticano II y en la Universidad de Tubinga, después inquisidor durante casi un cuarto de siglo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ahora, Papa.
En el prólogo a su libro La Iglesia, Küng agradecía a su colega la valiosa ayuda que le había prestado. En la última de las siete lecciones dictadas en el semestre de invierno de 1995-1996 en la Universidad de Tubinga, volvía a referirse a Ratzinger de esta guisa: “Quisiera en este momento confiar -y lo digo sin el menor asomo de ironía- en que mi compañero en edad y en gran parte del camino, Joseph Ratzinger, que escogió otro camino y que también será nombrado profesor emérito este año, al mirar hacia atrás y a pesar de lo sufrido, esté tan contento y feliz como yo”.
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