por Leonardo j. Salgado
Se sabe que las ideas (como las noticias) pueden ser manipuladas. Todos tenemos claro qué es bueno y qué es malo. Por ejemplo: robar está mal, ayudar al que lo necesita está bien. Es bastante simple. Pero hay un problema. En las situaciones concretas de la vida, lo bueno se mezcla generalmente con lo malo. Y en este caso hay que elegir: ¿Me quedo, tolero, soporto, la parte de mal que tiene un movimiento que busca un bien o, como rechazo el mal evito involucrarme? Para dificultar aún más la toma de una decisión, existen otros factores. Por ejemplo: cuál opción me conviene y cual me perjudica, cuál es segura y cuál es peligrosa. Finalmente, influyen también los malditos y casi inevitables prejuicios de clase, de raza, de lo que sea.
Todo este preámbulo está relacionado —y aquí me permito hablar a mis correligionarios católicos— con muchas de las conductas que adoptamos. De las que creo debemos hacer un severo examen de conciencia. Para hacerlo simple, voy a servirme de un ejemplo. El movimiento sindical, tanto argentino como de cualquier parte, suele ser acusado de corrupto, y muchas veces con razón. El movimiento sindical tiene poder, y el poder corrompe. Desde Constantino hasta la fecha, los católicos sabemos de esto bastante. Y como el sindicalismo es corrupto no sólo nos negamos a participar en él, sino que, en principio ya estamos en contra de él. Ahora bien, digamos también que, hace alrededor de cien años el sindicalismo no tenía poder, no era corrupto. Pero eso sí, estaba promovido por socialistas, anarquistas, comunistas y, entre nosotros, casi todos extranjeros. Además era peligroso ser sindicalista. Suponía peligro de cárcel, bastonazos, despidos y hambre. Y como los sindicalistas eran ateos —eso para nosotros era malo— además de extranjeros, los católicos también estábamos en contra. Nos sentíamos nacionalistas, formábamos parte de “Ligas patrióticas” que aportaban carneros para las huelgas, y aplaudíamos o, en el mejor de los casos ignorábamos represiones brutales, fusilamientos arbitrarios, injusticias flagrantes.
De modo que, por una u otra causa, los católicos terminábamos — ¿terminamos?— estando siempre del lado de los patrones, de los poderosos, del “status quo”. Ser católico casi era, o es, sinónimo de reaccionario, conservador. No es para asombrarse la apostasía de la clase obrera. Por supuesto, ésta es una generalización que corre el riesgo de ser injusta. Siempre existieron los Angelelli, los Romero, las Teresa de Calcuta. Son muchos los que viven como algo más que sólo un slogan la “opción preferencial por los pobres”. Pero admitamos que no es lo que más nos distingue. Ya pedimos perdón por el feo asunto de Galileo y por muchas otras barbaridades cometidos en nombre de Dios. Hagámoslo también por nuestra actitud respecto del movimiento sindical. No fuimos los cristianos los que nos arriesgamos para luchar contra el trabajo infantil, por la jornada de ocho horas, las vacaciones pagas, los derechos laborales de las mujeres y tantas otras conquistas que intentan hacer una sociedad más humana y fraterna.
Leonardo j. Salgado
1 comentarios:
Excelente punto de vista. De todas formas creo que hay grupos y sectores menos visibles de católicos que aprobaron y militaron en el sindicalismo y con el respaldo de pocos muy pocos curas y obispos.
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