"Este conflicto no puede ser resuelto sin la colaboración de las partes y sin una implicación positiva de Roma"
Emilia Robles Bohórquez, presidenta de Proconcil(1)
La llamada a la desobediencia por parte de un 10 % de los sacerdotes
austríacos no tendría por qué sorprender ni escandalizar, aunque se pueda estar
más o menos de acuerdo. No es más que un síntoma de dinámicas que se vienen
produciendo desde hace décadas en una sociedad como la austríaca (la primera
que lanzó el Manifiesto Somos Iglesia en 1995). Era -por tanto- algo anunciado;
tal vez no de esta manera, o no en esta fecha precisa, pero- en nuestro
análisis- sabíamos que podía suceder.
Son los países con un catolicismo más acendrado y tradicional, como ocurre también en Irlanda, donde estos conflictos pueden surgir con amplitud y más virulencia; y se pueden orientar como en el caso de Austria, hacia una situación precismática. Esta deriva es funcional a producir una alerta máxima en la Iglesia, pero también puede desorientar si nos quedamos atrapados en esa expresión del conflicto.
Quedarse en el síntoma de la revuelta austríaca, no propiciaría un acierto en los cambios. No es menos grave el cisma silencioso que se viene produciendo en sociedades más secularizadas, ante una Iglesia cuyas relaciones, lenguajes y ética no convencen y le restan credibilidad y eficiencia en su Misión evangelizadora. Es una ruptura fáctica que no sólo afecta a los ciudadanos de a pie- que dejan de identificarse masivamente con una institución y a criticarla- sino que afecta a sacerdotes y religiosos, disminuidos en número y, a veces en sentido, cuyos miembros críticos más comprometidos se centran en cuestiones sociales y de compromiso con pobres y excluidos; los más acomodaticios en vivir su vida (o su doble vida); y unos y otros tratan de olvidarse de la Iglesia y de su pertenencia a ella en todo lo que resulte prescindible.
Es muy comprensible la preocupación del Cardenal Shörborn y de otros obispos, que se han pronunciado en Austria intentando buscar soluciones. Cómo pastores inteligentes y formados saben que es una situación con salidas complejas. Castigar o intentar excluir a los líderes de la Iniciativa no haría más que agravar el problema y colocaría al Cardenal Arzobispo de Viena en un lugar que no le corresponde, con graves perjuicios para la Iglesia en su conjunto. Pasarlo por alto daría alas a los inmovilistas que le criticarían por su debilidad. Sobre todo hay que poder entender que se necesita tomar distancia de la situación y trabajar desde un punto exterior al conflicto para poder ser eficaces en las alternativas. Pasa por Austria y por sus autoridades eclesiásticas, pero las transciende, porque afecta a toda la Iglesia.
Quienes lideran la Iniciativa deben comprender también que si quieren una transformación profunda, esto lleva tiempo y reflexiones que deben plantearse en profundidad, por etapas, en círculos diversos y con sentido de proceso. Porque no sólo importa la consecución de una reforma, por otro lado imposible de realizarse en semanas o meses, sino con qué enfoques eclesiológicos se haga y cómo se realice, desde el punto de vista de las lógicas, de la participación y de los consensos. Máxime cuando, no sólo se ha de abordar y dirimir en Austria, aunque allí tenga un tratamiento específico; y cuando hay que ampliar el enfoque de las reformas concretas, para conciliar lo local y lo universal, anticipándose, si es posible, a explosiones de conflicto. Se necesitarán también signos convincentes de que esto va a ser abordado ya en un clima sereno de diálogo, colaboración amplia y búsqueda de consensos.
Queda claro que es éste un conflicto que no puede ser resuelto sin la colaboración de las partes y sin una implicación positiva de Roma. Sentarse juntos, escucharse y hacerse cargo de las legítimas preocupaciones una parte de la otra es lo único que parece conducente. Si las demandas de la Iglesia austriaca no conectaran con un interés de la Iglesia Universal tendrían difícil solución. Pero nada de eso parece suceder. Y a priori no hay ningún tema para el que no se puedan encontrar salidas aceptables teológica y eclesiológicamente hablando.
Es preciso "subirse al balcón" y ver las preocupaciones e intereses que existen más allá de determinadas posiciones. Porque hay varios intereses compartidos que pueden emerger con facilidad para orientar las demandas de reforma: la vida eucarística de las comunidades, la inculturación de la Iglesia en la sociedad en la que vive, el crecimiento de un compromiso comunitario con una Iglesia más creíble y más acorde con valores del Evangelio, la acogida pastoral. Y en la historia de la Iglesia desde sus orígenes hay orientaciones que, aunque en los últimos siglos no se hayan puesto en práctica en la Iglesia Católica Romana, siguen siendo válidas.
Hay además otra cuestión crucial, que es la del avance o retroceso en el acercamiento con otras Iglesias cristianas. Si el conflicto de Austria terminara en cisma, este no se detendría en Austria. La desesperación ante el inmovilismo aparente es muy amplia en los sectores más comprometidos con la Iglesia. Y generaría simpatías de otros más alejados. Tal vez los disidentes podrían aproximarse a las Iglesias reformadas en una dispersión, que no es lo que buscan estas Iglesias. Y tal vez también, después de producirse esa grave sangría, habría un movimiento de los sectores más cerrados de algunas Iglesias, que querrían venir a formar parte de una Iglesia Católica Romana atrincherada en posiciones tradicionalistas y sectarias.
No es eso lo que espera de la Iglesia una humanidad doliente, que precisa ver en la Iglesia el rostro de Cristo solidarizado con los dolores, los gozos y las esperanzas de la Humanidad. No es lo que anhelan la mayoría de los creyentes, ni lo que se convendría a esa juventud católica, representada- en parte- por los que vinieron a la JMJ; que por más vivas al Papa que dieran en este contexto madrileño de emoción, se verían gravemente afectados por esa deriva cismática.
No hay que ignorar que por bien que se aborde la cuestión, no va a llover a gusto de todos. Algunos sectores de diferente signo rechazan la mediación, porque sus intereses, ocultos en gran parte debajo de la punta del iceberg que representan sus argumentos explícitos, son, en gran medida particulares o sectarios; y están íntimamente unidos a posiciones rígidas e inamovibles, (en ocasiones corruptibles, por aquello de que "el fin justifica los medios", o por intereses espurios desde el inicio).
De conflictos como este y otros similares, sacan sus réditos. La preocupación por ellos debería quedar en un segundo lugar, frente a la de buscar salidas eficientes con una conciencia eclesial amplia e inclusiva; sugiriendo innovaciones que promuevan un cambio real, con los menores costes posibles y con la mayor coherencia evangélica deseable. Un cambio que beneficiara la consecución de esos intereses compartidos que se orientan hacia la gran Misión de la Iglesia en el mundo, ligada al mensaje de Jesús de Nazareth, algo en lo que se juega hoy la Iglesia Católica Romana su identidad y su futuro. Con ella, se lo juega también toda la Humanidad y de una forma especial, los y las más pobres.
Y para quien no sepa, o a quien pretenda ignorar las condiciones de la mediación, tan sólo recordar que esas reglas y límites existen. La mediación, además de requerir una demanda de las partes, tiene una supervisión ética universal; y hay en contextos en los que no es posible. Las prácticas corruptas y el abuso de poder son algunos de los límites que impiden su desarrollo.
Por eso, la mediación, aunque se ofrezca a todos no puede realizarse con todos. Salvadas y denunciadas esas objeciones cuando se den, hay que intentar que los consensos y los compromisos de colaboración y evaluación en este proceso de renovación conciliar imprescindible ya sean lo más amplios posibles. La misión profunda del mediador es "deshacer los nudos, para rehacer los lazos". En la Iglesia es el proceso que ayuda a labrar la Comunión.
< x-small;">Joxe Arregi, teólogo
YA había dado por finalizadas estas reflexiones hasta después del verano, pero DEIA me pide que escriba una semana más, informando de paso a los lectores sobre la suspensión, no vayan a enredarse haciendo conjeturas (por asociación).
El motivo no es otro que la carga de tareas con que llega el verano. Interrumpiré, pues, estas reflexiones hasta el otoño, cuando las golondrinas se hayan ido, sin necesidad alguna de nihil obstat.
El nihil obstat es una pobre hechura humana, por mucho que se la quiera revestir de autoridad divina. Para poder publicar un libro, el autor o la editorial religiosa debía primero obtener de su obispo el nihil obstat -en latín: “no hay nada que oponer”-, garantizando que la obra no contenía nada contrario a la doctrina o la moral de la Iglesia. Estas cosas, como otras, habían ido cayendo en desuso después del Vaticano II, pero vuelven con fuerza, y no precisamente como vuelven las golondrinas, a vivir volando, sino como vuelven las penas, a veces hasta a asfixiarle a uno.
Hace unos días supimos que la Comisión de la Doctrina de la Conferencia Episcopal Española había obligado -al fin y al cabo se trata de eso, lo cuenten como lo cuenten- al obispo de Getafe a negar el nihil obstat a un nuevo libro de José Antonio Pagola: El camino abierto por Jesús. Marcos (la editorial encargada de la publicación está ubicada en Getafe). Vuelven las penas y censuras y es muy triste que vengan precisamente de quienes dicen representar a la Iglesia llamada a aliviar angustias penas y abrir caminos, como hizo Jesús: “Venid a mí, todos los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
No han hablado así, tampoco esta vez, los obispos de la Comisión. Tampoco esta vez han representado a Jesús. En realidad, tampoco han representado a la Iglesia, pues nadie les ha elegido para hacerlo. Arrogándose un poder contrario al Evangelio, vuelven a ensañarse con Pagola, quién sabe por qué oscuros motivos. El más oscuro sería ese pernicioso afán de poseer la verdad, esa destructiva codicia de poder, esa terrible incapacidad de tolerar la diferencia, esa aversión a la libertad, esa falta de compasión, más terrible en unos hombres que se dicen religiosos, más triste y terrible si cabe en unos hombres que se dicen seguidores e incluso representantes de Jesús, lo sean o no.
Los motivos que aducen -de acuerdo al documento filtrado a la prensa- son auténticas sinrazones, o así me lo parecen. Por ejemplo, denuncian en el teólogo guipuzcoano el “riesgo de deslizarse hacia planteamientos propios del pluralismo religioso”, como si el pluralismo religioso fuese un riesgo, no una gracia. O le imputan la “relativización de fórmulas dogmáticas en razón de la praxis”, como si las fórmulas dogmáticas no fuesen precisamente eso: relativas a la praxis, como lo fueron en su origen, y como ha enseñado siempre la mejor teología: que la fe no se refiere a la creencia o la fórmula (Santo Tomás de Aquino), que los dogmas nacen de la vida y deben llegar a la vida, y que solo en esa medida valen de algo. Si no, no valen de nada.
Y le acusan de callar sobre “verdades de fe como la existencia del demonio”… Ya es exceso de celo dogmático o de fanatismo acusarle a alguien de callar algunos dogmas, por verdaderos que fueran. Pero acusarle de silenciar simplemente -sin afirmar ni negar- la existencia del demonio, eso ya pertenece al esperpento en unos hombres que, cuando les duele la cabeza, toman aspirinas en vez de recurrir a exorcismos o conjuros. Supongo.
Censuran también a Pagola de la manera más virulenta por afirmar que la Iglesia discrimina a la mujer, y preguntan escandalizados: “¿Pretende decir que se debe admitir a las mujeres al sacerdocio ministerial oponiéndose así a una enseñanza infalible?”. Huelgan comentarios. Pero han de saber los obispos censores de la Comisión doctrinal que ningún Papa ha enseñado nunca la prohibición del sacerdocio ministerial de las mujeres como “doctrina infalible”. Juan Pablo II estuvo a punto de hacerlo, pero no lo hizo, y se dijo entonces que fue el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy papa, quien le disuadió. La praxis y la enseñanza de Jesús, el Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia, además del sentido común, dan testimonio unánime contra esa enseñanza, y no hay que darle más vueltas.
Pero hay más. La Comisión de la Doctrina acusa a Pagola por afirmar que “la primera tarea de la Iglesia no es celebrar culto, elaborar teología, predicar moral, sino curar, liberar el mal, sacar del abatimiento, sanear la vida, ayudar a vivir de una manera saludable”, y consideran esa afirmación como incompatible con la fe católica. ¿Piensan entonces que hay algo más importante para la fe católica que curar, liberar y sacar del abatimiento? Si fuera así, deberíamos renegar de la fe católica por fidelidad a Dios y a Jesús. Pero no: el cultivo y el cuidado de la vida es lo más sacrosanto de la fe católica, por mucho que algunos obispos nos quieran enseñar lo contrario. Estos obispos, en su afán inquisidor, podrían llegar a condenar incluso a Joseph Ratzinger que en 1969, cuando aún no era cardenal ni Papa, en su libro El nuevo pueblo de Dios escribió: “el culto divino más auténtico de la cristiandad es la caridad”.
Señores obispos de la Comisión Doctrinal, quédense con la doctrina, pero devuélvannos el Evangelio, por amor de Dios y de todas las criaturas. ¿Les importa a ustedes el amor de Dios? ¿Les importa el Evangelio de Jesús? ¿Les importa la pobre gente? ¿Les importa el pobre Pagola, un hombre mayor y vulnerable que lo ha dado todo por la gente y por la Iglesia?
Y usted, hermano José Ignacio Munilla, no eluda sus responsabilidades, como hizo hace poco en su evasiva respuesta al escrito de 2.700 cristianos de su diócesis en apoyo a Pagola. No basta con decir que fue Monseñor Uriarte quien llevó el caso a Roma a propósito del libro sobre Jesús. El problema no está en Roma, como usted bien sabe, sino en la Conferencia Episcopal Española, que intervino por encima del nihil obstat dado al libro por Monseñor Uriarte. Díganos por qué, pues usted lo sabe. Como sujeto activo que es en todo este asunto, asuma su responsabilidad por decoro, por justicia, por Evangelio. Y haga cuanto esté en su mano por reparar el daño, por librar a Pagola de esa lenta tortura, por sacarle de ese cerco cruel en que ustedes le han metido.
Querido José Antonio: sé que no soy para ti el mejor abogado, pero permíteme unas palabras desde el fondo del alma. Hay tiempo de callar y tiempo de hablar. Tiempo de someterse y tiempo de rebelarse. Solo tú sabes cuál es tu tiempo, y lo que hagas estará bien y te seguiremos admirando. Pero déjame que te diga de corazón: No pierdas tu tiempo y energías en responder a tus censores. No entres en su terreno y su juego.
No te empeñes en demostrar que tu cristología es ortodoxa, pues ellos son los señores de la ortodoxia, y siempre tendrás todas las de perder. Lo suyo es la doctrina. La doctrina es suya. No se la arrebates, no sea que se queden sin nada. Todos necesitamos algún asidero. Y diles claramente: “Vuestra ortodoxia no me interesa; quedáosla. Yo me quedo con el Evangelio, que es también vuestro Evangelio. Seréis, si tanto os va en ello, los señores de la ortodoxia, pero no sois los dueños del Evangelio, los dueños de la libertad y del consuelo”.
Amiga, amigo: que en estos meses de verano respires en la anchura y en la paz de Dios. Algún libro de Pagola te podría ayudar.
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José M. Castillo, teólogoMoceop
Sin duda, mucha gente pensará que es un despropósito relacionar los viajes del Papa con los viajes de Jesús. Veinte siglos separan unos viajes de otros. Y casi todas las circunstancias, que rodearon y rodean una cosa y otra son tan distintas, que relacionar aquello con esto no puede tener otra finalidad que terminar diciendo que aquellos viajes no tienen nada que ver con éstos. Con lo que, a fin de cuentas y si todo esto es así, lo que aquí se pretendería sería sencillamente desprestigiar al Papa.
Por supuesto, a quien piense como acabo de indicar no le faltan razones para hacerlo. Pero también digo que, si el solo título de este artículo pone nerviosas a algunas personas, quizá se pueda pensar razonablemente que, al menos de entrada, nadie tendría por qué tener prevenciones de que, a propósito del viaje del Papa, se diga algo de cómo, por qué, para qué y con quién viajaba Jesús. ¿No decimos que el Papa es el Vicario de Cristo en la tierra? El Diccionario de la RAE dice que Vicario es el “que tiene las veces, poder y facultades de otro o le representa”. Pues - digo yo -, si el Papa representa a Jesús, salvando todas las diferencias, algo tendrán que ver estos viajes con aquellos.
Y así es. Jesús viajaba para hablar de Dios. Y para eso viene el Papa a Madrid. Jesús viajaba para buscar a los alejados de Dios. Y para eso se ha organizado la Jornada Mundial de la Juventud, ya que hay razones para pensar que los jóvenes son uno de los sectores de la población más alejados de la fe en Dios. Jesús viajaba para consolar a los que sufren. Y no cabe duda que la visita del Papa servirá de consuelo a no pocas personas atribuladas. Todo esto es cierto. Pero también es verdad que Jesús viajaba de forma que las “multitudes”, que acudían a él para escucharle, eran gentes que los evangelios designan normalmente mediante la palabra griega “óchlos”, que aparece 170 veces en los evangelios.
Y que designa, no sólo una cantidad grande de gente, sino además gente ignorante, de condición social humilde y que era considerada por los piadosos como “gente que desconocía la ley religiosa y estaba maldita”, según decían los más observantes religiosos (Jn 7, 49). Si los autores de los evangelios disponían de otras palabras griegas (“démos”, “láos”, “éthnos”…) para designar al pueblo que acudía a Jesús, ¿por qué normalmente utilizan la palabra más despectiva que tenían a mano? ¿Qué atractivo extraño tenía aquél itinerante incansable que fue Jesús?
Al hacerme estas preguntas, no pretendo cuestionar ni el costo económico que va a tener el viaje del Papa, ni lo que pretenden quienes han organizado este viaje, ni lo que buscan los que van a viajar hasta Madrid para escucharlo. Yo me pregunto algo que es mucho más grave, más apremiante, más fuerte: estando como están las cosas en los países del cuerno de África, donde cientos de miles de criaturas se mueren de hambre y de escasez, y en vista de que los países más poderosos del mundo no le ponen remedio a esa situación tan angustiosa, ¿por que el Papa no se va, de momento al menos, a Somalia y Kenia, y se queda allí, en los campos de refugiados, hasta que no se le ponga un remedio eficaz a esta situación de tantos seres inocentes que se debaten entre la vida y la muerte?
Si hay fundadas esperanzas de que un gesto así del Papa fuera un zarandeo a la conciencias de tantos multimillonarios que podrían aliviar el presente estado de cosas, ¿por qué no lo hace el Papa? ¿No es más necesario, más importante, más humano, más evangélico, en este dramático momento, irse con los pobres moribundos que entrar triunfante en el apoteósico recibimiento que se le va a hacer en Madrid?
Y conste que me voy a poner el parche antes de que me salga el grano. Porque son mucos los que van a decir que todo esto es demagogia barata, utopía inútil, etc, etc. Pero aun a riesgo de que se me eche en cara todo eso, y mucho más, no voy a dejar de decir lo que siento, ante una necesidad tan patente y que tanto clama al cielo. Es más, si lo digo, no es para atacar a la Iglesia o al Papa. Todo lo contrario. Lo digo porque tengo la convicción firme de la fuerza que tienen la Iglesia y el Papa para mover corazones y conciencias cuando está en juego la vida o la muerte de tantos seres débiles, los más indefensos y desamparados.
Por supuesto, que el Papa se reúna con los jóvenes y les remueva las conciencias, les indique el camino del Evangelio y les descubra horizontes de humanidad. Pero, por favor, lo primero es lo primero. Y, sin duda alguna, lo más urgente, en este momento, es salvar la vida de tantas personas que son los “nadies” de este mundo. Y termino afirmando que esto no es sólo para el Papa y los obispos. Es para todos. Para mí el primero. Para que todos tengamos el coraje de afrontar una situación que no admite espera.
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José María Castillo Sánchez
Doctor en Teología, jesuita hasta 2007 en que abandona la Compañía. Ha sido profesor en la Facultad de Teología de Granada, en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, en la Universidad Pontificia Comillas en Madrid y en la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" de El Salvador. Ha sido vicepresidente de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII. En 2011 es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Granada.
Por Juan José Tamayo Acosta
SinTapujos.org, Fecha julio 26th, 2011
Las religiones son uno de los lugares donde las mujeres sufren una de las más radicales experiencias de silenciamiento, discriminación e invisibilización. Para demostrarlo propongo las siguientes tesis:
1. Las mujeres son las grandes olvidadas y perdedoras de las religiones.
a. Las mujeres en las religiones no son reconocidas como sujetos morales: son consideradas menores de edad que necesitan guías espirituales varones que las conduzcan por la senda de la moralidad, sobre todo en materia de sexualidad, de relaciones de pareja y en la educación de sus hijos. Las normas morales a cumplir por las mujeres son dictadas por los varones.
En el imaginario patriarcal religioso, influido por los clérigos, imames, rabinos, lamas, gurús, pastores y maestros espirituales, se las considera tentadoras. Esa imagen se ha elaborado a partir de determinados textos de algunos libros sagrados escritos en lenguaje patriarcal, considerados válidos en todo tiempo y lugar, y leídos con ojos fundamentalistas y mentalidad misógina.
b. Las mujeres casi nunca son reconocidas como sujetos religiosos. En no pocas religiones la divinidad suele ser masculina y tiende a ser representada sólo por varones. De lo que Mary Daly concluye, creo que certeramente: “Si Dios es varón, el varón es Dios”. Así, los varones se sienten legitimados divinamente para imponer su omnímoda voluntad a las mujeres y el patriarcado religioso. Dios legitima así el patriarcado en la sociedad. Precisamente porque sólo los varones pueden representar a Dios, sólo los varones pueden acceder al ámbito de lo sagrado, al mundo divino; subir al altar, ofrecer el sacrificio, dirigir la oración comunitaria en la mezquita, presidir el servicio religioso en las sinagogas (con algunas excepciones). Sólo los varones pueden ser sacerdotes en la Iglesia Católica, imames en el islam y rabinos en el judaísmo ortodoxo. En la Iglesia católica la ordenación sacerdotal de mujeres es considerada delito grave al mismo nivel que la pederastia, la herejía, la apostasía y se castiga de manera más severa que la pederastia: con la excomunión. La oración comunitaria de los viernes presidida por mujeres es calificada de profanación de lo sagrado.
c. La organización de las religiones se configura la mayoría de las veces patriarcalmente: todos los sacerdotes católicos y todos los imames son varones; el Dalai Lama es varón; la mayoría de los rabinos y de los lamas son hombres. Por ello, las religiones bien pueden definirse como perfectas patriarquías. Hay, con todo, honrosas excepciones en las iglesias de tradición protestante, que ordenan pastoras, sacerdotisas y obispas a las mujeres.
d. Las mujeres acceden con dificultad a puestos de responsabilidad en las comunidades religiosas. El poder suele ser detentado por varones. A las mujeres les corresponde acatar las órdenes. Lo que tiende a justificarse por el discurso androcéntrica de las religiones apelando a la voluntad divina: es Dios quien encomienda el poder y la autoridad a los varones. En el caso del cristianismo, se apela a Jesús para cerrar el paso a la ordenación sacerdotal de las mujeres. Lo afirma el papa en el libro-entrevista con el periodista Peter Seewald Luz del mundo: No es que no queramos ordenar a las mujeres sacerdotes, no es que no nos guste. Es que no podemos, porque así lo estableció Cristo, que dio a la Iglesia una figura con los Doce y, después, en sucesión con ellos, con los obispos y los presbíteros (los sacerdotes). Con la Biblia cristiana en la mano y desde una hermenéutica de género cabe hacer dos afirmaciones: a) que lo que pone en marcha Jesús de Nazaret no es una Iglesia jerárquico-patriarcal como la actual, sino un movimiento igualitario de hombres y mujeres; b) que Jesús de Nazaret no ordenó sacerdotes ni a hombres ni a mujeres. Todo lo contrario: excluyó directa y expresamente de la nueva religión el sacerdocio.
e. Las religiones legitiman de múltiples formas la exclusión de las mujeres de la vida política, la actividad intelectual y el campo científico, y limitan sus funciones al ámbito doméstico, a la esfera de lo privado, a la educación de los hijos e hijas, a la atención al marido, al cuidado de los enfermos, de las personas mayores, etc. Cualquier tipo de presencia de las mujeres en la actividad política o social es considerado ajeno a la “identidad femenina” y un abandono de su verdadero campo de operaciones, que es el hogar, con la consiguiente culpabilización.
f. La mayoría de las religiones niegan a las mujeres el reconocimiento y el ejercicio de los derechos reproductivos y sexuales:
i. Las mujeres no son dueñas de su propio cuerpo, que es controlado por los confesores, directores espirituales, esposos, etc.
ii. A las mujeres no se les permite planificar la familia: deben tener los hijos y las hijas que Dios quiera, los que Dios les mande, no los que ellas libremente decidan.
iii. No pueden ejercer la sexualidad fuera de los límites impuestos por la religión (matrimonio, heterosexualidad). La práctica de la sexualidad fuera del matrimonio o con personas de otro sexo es prohibida y condenada expresamente.
iv. Si deciden interrumpir el embarazo, incluso ateniéndose a la ley, son acusadas de pecadoras y criminales, y se pide para ellas incluso penas de cárcel. En la condena y criminalización del aborto coinciden los líderes religiosos, por ejemplo, del catolicismo y del islam.
2. Las religiones han ejercido históricamente -y siguen ejerciendo hoy- distintos tipos de violencia contra las mujeres: física, psíquica, simbólica, religiosa.
Los textos sagrados dejan constancia de ello. Justifican pegar a las mujeres, lapidarlas, ofrecerlas en sacrificio para cumplir una promesa y para aplacar la ira de los dioses, dejarlas encerrada en casa hasta que se mueran, imponerles silencio, no reconocerles autoridad, no valorar su testimonio en igualdad de condiciones que a los varones, considerarlas inferiores por naturaleza, exigirles sumisión al marido, etc. Las prácticas religiosas vienen a ratificarlo. A las mujeres no se les reconoce la presunción de inocencia, sino que se las tiene por culpables mientras no se demuestre lo contrario. Son ellas las que caen en la tentación y tientan a los varones, y por eso merecen castigo.
Algunos Padres de la Iglesia las consideran “la puerta de Satanás” y la “causa de todos los males”. Un teólogo tan influyente en el cristianismo como Agustín de Hipona llega a afirmar que la inferioridad de la mujer pertenece al orden natural. Otro teólogo tan decisivo en la teología cristiana como Tomas de Aquino define a la mujer como “varón imperfecto”. Lutero habla de las mujeres como inferiores de mente y cuerpo por haber caído en la tentación y afirma que las mujeres han sido creadas sin otro propósito que el de servir a los hombres y ser sus ayudantes.
3. Sin embargo, las mujeres son las más fieles seguidoras de las religiones.
Hay quienes hablan de que la orientación femenina hacia la religión es innata, más aún, genética, que las mujeres son por naturaleza más crédulas y, por eso, son más asiduas a las actividades religiosas. Ninguna investigación genética lo demuestra. Se trata de un estereotipo cuyo objetivo es someter a la mujer a las restrictivas y represivas orientaciones religiosas. Quienes así piensan, se olvidan de que tradicionalmente ha sido a las mujeres a quienes más se ha inculcado el sentimiento religioso. Se trata, por tanto, de un proceso inducido que responde a una determinada educación y aprendizaje.
Las mujeres son las mejores transmisoras de las enseñanzas religiosas a sus hijos en la familia y a los niños y niñas en los espacios religiosos a través de la educación religiosa. Ellas son también las que mejor reproducen la organización patriarcal y la ideología androcéntrica y las que más practican las religiones.
4. La rebelión de las mujeres
En las últimas décadas asistimos a una auténtica rebelión de las mujeres en el seno de las religiones, tanto a nivel personal como colectivo.
a. A nivel personal, transgrediendo conscientemente las normas y orientaciones en materia de sexualidad, relaciones de pareja, planificación familiar, opciones políticas, etc.
b. En el interior de las religiones, creando movimientos y asociaciones de mujeres que ejercen su libertad de organización y funcionan autónomamente al margen de los varones e incluso enfrentadas con las autoridades religiosas.
c. En la sociedad, participando activamente en los movimientos feministas y en las organizaciones sociales como expresión de la convergencia en las luchas por la emancipación de las mujeres y como forma de comprometerse con los sectores más vulnerables de la sociedad.
d. La rebelión de las mujeres dentro de las religiones constituye uno de los hechos mayores y de más profunda significación en la historia del fenómeno religioso, que tiene importantes repercusiones políticas y sociales. Supone un avance en la lucha por la emancipación de las mujeres y por la liberación de los marginados y excluidos. Por eso la rebelión feminista de las mujeres creyentes debe ser apoyada no sólo por los colectivos y las personas religiosas, sino por todos los ciudadanos y ciudadanas comprometidos en la lucha por la emancipación de los pueblos sometidos a las distintas formas de opresión.
5. Teología feminista.
Fruto de esta rebelión ha surgido una nueva manera de vivir y de pensar la fe religiosa desde la propia subjetividad de las mujeres en las diferentes religiones.
Es la teología feminista, que:
a. Parte de las experiencias de sufrimiento, de lucha y de resistencia de las mujeres contra el patriarcado y sus diferentes manifestaciones.
b. Recupera la memoria de las antepasadas que trabajaron por avanzar la historia hacia la libertad de los oprimidos y por la emancipación de las mujeres contra todo tipo de discriminación.
c. Reescribe la historia de las religiones desde la perspectiva de género dando voz y protagonismo a las mujeres silenciadas por el patriarcado religioso.
d. Utiliza las categorías de la teoría de género para deconstruir y analizar críticamente las estructuras patriarcales y los discursos androcéntricos de las religiones, y reformular los grandes temas de las teologías de las religiones.
Conclusión
En el siglo XIX las religiones perdieron a la clase obrera porque se colocaron del lado de los patronos que los explotaban y condenaron las revoluciones sociales que luchaban por una sociedad más justa y solidaria. Los trabajadores dieron la espalda a las religiones porque se sintieron traicionados por ellas, alejándose, la mayoría de las veces, del mensaje igualitario y solidario de los orígenes.
En el siglo XX las religiones perdieron a los jóvenes y a los intelectuales por sus posiciones filosóficas y culturales integristas, alejadas de los nuevos climas de la modernidad.
Si continúan por la senda patriarcal por la que ahora caminan, en el siglo XXI las religiones perderán a las mujeres, hasta ahora sus mejores y más fieles seguidoras.
Sin la clase trabajadora, sin los jóvenes, sin los intelectuales y sin las mujeres, las religiones habrán llegado a su fin. Y no podrán echar la culpa de su fracaso a nadie. Ellas mismas se habrán hecho el harakiri.
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Juan José Tamayo Acosta
Madrid, 27 de junio de 2011
Fuente: Fundación Carolina
Nicolás Castellanos se nacionalizará boliviano
El obispo católico español Nicolás Castellanos, que renunció hace dos décadas a la diócesis de Palencia para ayudar a los pobres en Santa Cruz de la Sierra, en el este de Bolivia, se confiesa enamorado de este país y anuncia que se nacionalizará boliviano.
A sus 76 años, el ganador del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia de 1998 alista maletas para viajar a España este viernes en busca de financiación para nuevos proyectos, con la promesa de seguir trabajando por Bolivia "mientras el cuerpo aguante", asegura en entrevista con Efe.
Llegar a su casa en el barrio Plan 3.000 es sencillo, ya que no hay una sola persona que no conozca a Castellanos y sus obras en Santa Cruz, donde "el 60 % son pobres y el 40 % vive en la miseria", agrega el religioso.
Su vivienda es tan modesta como las que le rodean, en una calle de tierra, como cuando llegó a vivir a ese barrio hace dos décadas.
La población de Santa Cruz es conocida por su vocación religiosa, incluso ahora que la relación entre la Iglesia Católica y el presidente boliviano, Evo Morales, se ha deteriorado por constantes ataques del mandatario nacionalista e indigenista.
Castellanos cree innecesarios esos ataques porque su Iglesia es la institución "de mayor credibilidad en Bolivia" por su trabajo a favor de los pobres, a diferencia de éste y anteriores gobiernos que, según dice, no han hecho nada por ellos.
Si tuviera la oportunidad de conocer personalmente a Morales, dice que le pediría un diálogo sincero entre todos para buscar "juntos solución al único problema que tiene Bolivia: la pobreza".
Castellanos recuerda que sus padres, humildes labradores, lograron "con mucho esfuerzo y trabajo" darle carrera a él y a sus hermanos, Hermógenes y Demetrio, aunque a diferencia de ellos, que fueron médicos, optó por la vida religiosa.
"Yo siempre tuve la opción por los pobres; creo que para todo seguidor de Jesús de Nazaret, los pobres son fundamentales", explica Castellanos a Efe, al justificar su renuncia al obispado en 1991 para ser misionero en Suramérica.
El religioso tenía claro dónde quería realizar su apostolado desde que llegó a Bolivia por primera vez en 1988, siendo aún obispo de Palencia, para dar una conferencia.
Luego de que el papa Juan Pablo II aceptase su renuncia, Castellanos se estableció en 1992 en el deprimido Plan 3.000, llamado así porque acogió a ese número de familias que se habían quedado sin casa por una crecida en 1983 del río Piraí, que bordea Santa Cruz.
Hoy, el Plan tiene ya 300.000 habitantes, y aunque Santa Cruz sea la región más próspera de Bolivia, en ese barrio "se masca, se palpa el hambre, la penuria y la necesidad", asegura Castellanos.
Movido por las necesidades de la zona, fundó el Proyecto Hombres Nuevos, para "devolver la dignidad y el protagonismo a los pobres".
Quince colegios, un complejo cultural y deportivo, un hospital, 65 canchas, un centro para niños trabajadores, 500 jóvenes becarios en la universidad y decenas de iglesias, son algunas de las obras del religioso.
Quienes requieren ayuda de Hombres Nuevos simplemente se acercan y se la piden a Castellanos, confiados en que no les decepcionará.
Y están en lo correcto, ya que los recursos para cada obra los consigue en persona, viajando en busca de financiación a Suiza, Italia, Alemania y, sobre todo, a su natal España.
En el tiempo que lleva en Bolivia, le ha tocado ver de todo, aunque el momento más duro fue en 2009, cuando cuatro hombres irrumpieron en su casa para robarle a punta de pistola.
Pero las satisfacciones fueron más que los pesares: la mayor, ver cómo 25 muchachos cruceños a los que apoyó para ser profesionales hoy son quienes administran Hombres Nuevos, en reciprocidad por lo recibido.
Enamorado de su nueva patria, Castellanos comenzó en mayo a tramitar la nacionalidad boliviana, algo que no se le había ocurrido antes porque en Santa Cruz le consideran más "camba que la yuca"; es decir, más cruceño que cualquiera de ellos.
No deja de sorprenderle que le pidan que construya iglesias, pues cuando llegó al país no pensaba hacerlo, pero cada vez que iba a algún barrio a preguntar sobre sus necesidades, la respuesta siempre era la misma: un templo.
"Entonces cambiamos de chip y hemos hecho seis iglesias maravillosas, sin lujos, pero funcionales donde el pueblo tiene un lugar de encuentro", explica Castellanos.
La ceremonia de beatificación de Juan Pablo II va cerrando un ciclo histórico que concluirá con la canonización. Habrán pasado casi cuarenta años: toda una generación. Dos pontificados ligados entre sí, como si se tratara de una misma moneda con dos caras. Histórica ha sido la rapidez del proceso, como histórico fue todo el pontificado del Karol Wojtyla. Historia y vida se dieron la mano en Roma.
Más de un millón de peregrinos, junto al medio millón de jóvenes que asistieron al tradicional concierto del Primero de Mayo en la plaza de San Giovanni in Laterano.
Roma era una ciudad literalmente ocupada. Pero a eso ya están acostumbrados los romanos, que en los últimos años veían a Wojtyla como al querido “Nano” (abuelo) que se apagaba lentamente. Juan Pablo II sentía Italia con acentos polacos.
Decía el beato cardenal Newman, en una carta escrita en 1870, casi al acabar el Vaticano I, que no es bueno “que un Papa viva más de veinte años. Suele ser poco normal y, además, no produce frutos, pues puede llegar a ser un dios, al que nadie contradice” (Obras Completas XXV, Clarendon House. Oxford, 1973). Palabras que la historia se ha encargado de matizar con la figura de Juan Pablo II derritiendo ese miedo. Este largo pontificado ha servido para escenificar, ayudado en gran medida por los viajes y por los medios de comunicación, el significado del ministerio petrino en tiempos nuevos.
Pensaba yo el pasado domingo, inmerso entre la ingente multitud que llenaba las calles y plazas romanas, que el largo pontificado, más que extender ese miedo, posibilitó un mayor conocimiento de la persona y misión del papa polaco, procedente “de país lejano en la geografía, pero vecino en la fe y en la comunión de la Iglesia”, como dijo al ser elegido.
Otros muchos papas fueron buenos pastores, posiblemente santos y grandes, pero, encerrados tras los muros de los Palacios Pontificios, prisioneros de una imagen sacralizada y alejada, no eran conocidos por el Pueblo de Dios. Con Juan Pablo II conocimos al hombre apasionado, al pastor inquieto, al valiente sucesor de Pedro que invitaba a no tener miedo, a abrir las puertas a Cristo y a valorar la dignidad de toda persona. Acabado un servicio tan significativo, largo e histórico, el mundo entero se rindió a sus pies durante su entierro. El pasado domingo fue la Iglesia la que se le rendía, reconociendo no solo su “grandeza”, sino también su “santidad”.
No se ha beatificado un pontificado. Tampoco una época. Se ha beatificado una vida cargada de virtudes cristianas. La tentación de la que hay que huir es la de sentir que se ha beatificado un ciclo histórico, un pontificado. El juicio habrá que dejarlo a los historiadores. Juan Pablo II necesitaba tiempo para dejar impronta. Y lo tuvo. Se ha visto incluso en estos días, cuando la noticia de su beatificación irrumpía en el mundo entre la boda de los príncipes ingleses, la muerte de Ernesto Sábato, el asedio a Gadafi e, incluso, la muerte de Bin Laden.
No dejó de ser noticia entre grandes titulares. Ha quedado plasmado en su biografía, cambiando el rostro del pontificado y devolviendo a la Iglesia la fuerza y la confianza, alentándola a seguir proclamando el mensaje de Jesucristo entre el fragor de las batallas y en medio del olor de las injusticias. Su valentía fue su mejor servicio.
por José Arregi, * Teólogo - Domingo, 17 de Abril de 2011
EL título puede sonar escandaloso a oídos de muchos cristianos, más en estos días en que alzamos la cruz para cantar al Hermano Herido. Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido y son demasiados los que aún lo sostienen, pero hoy es insostenible. No es la cruz la que salva, sino aquello de lo que nos hemos de salvar.
En realidad, el equívoco es muy anterior al cristianismo. En infinidad de excavaciones arqueológicas de África, Asia, América y Europa se encuentran restos de cruces de hace ocho mil años. De México a Perú y de China a Babilonia, la cruz fue utilizada como símbolo de vida. Muchos representaron al dios sol en forma de cruz: así hicieron los egipcios con Osiris (que es, además, el dios de la muerte y de la resurrección), y los acadios, asirios y babilonios con Shamash. Desde Europa hasta la India, todos los pueblos arios utilizaron la cruz gamada como símbolo del sol y de sus divinidades. Odín cuelga de un árbol. El árbol vive del sol. La cruz es el árbol, es el sol, es la vida en las cuatro direcciones del cosmos.
Si la pobre humanidad, desde la noche de los tiempos en que aprendió a guardar el fuego -fuego del sol o del rayo- e incluso a encenderlo cruzando y frotando dos palos de árbol, si la pobre humanidad hubiera guardado el fuego y cuidado la vida, también nosotros podríamos seguir venerando la cruz como el signo más sagrado, el signo de la vida. Pero la pobre humanidad, para su gran desgracia, hizo de la cruz un instrumento de muerte.
Cuando esta especie humana que llamamos dos veces sapiens dominó la tierra, construyó ciudades, ordenó el poder y organizó religiones, entonces taló un árbol e inventó la cruz para matar al enemigo condenado como culpable. Babilonios, persas y egipcios, griegos, cartagineses y romanos convirtieron el signo de la vida en el más cruel instrumento de tortura y de muerte para esclavos, sediciosos y prisioneros enemigos. Y llamaron dios al poder, e hicieron de él gran legislador, supremo garante del orden del más poderoso, siempre injusto. Y dijeron: "Dios castiga al culpable", pero era simplemente para poder ellos castigar con la conciencia tranquila. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios! Más bien, ¡pobres nosotros! Pues ese dios no existe, mientras que nosotros sí existimos y seguimos crucificándonos. ¡Maldita cruz!
Y un viernes de abril crucificaron a Jesús, uno más de tantos. El sanedrín de los sacerdotes le acusó de querer destruir el templo. El pretorio romano le condenó por amenazar el orden imperial. El sanedrín tenía razón según la ley vigente en la religión del templo, y el pretorio tenía también razón según la ley del imperio. Pero ambas leyes eran la misma, y ambas eran perversas. Eran la ley del poder y del orden, de la culpa y del castigo. No eran la ley de Dios, la santa ley de la bondad y de la vida. De modo que Jesús fue crucificado contra la voluntad de Dios, que solo puede querer que vivamos.
Pero los cristianos entendieron muy pronto la cruz de Jesús de acuerdo a las viejas categorías de la religión del templo: la culpa y el castigo, el sacrificio y el perdón. Eso sí, los cristianos, con Pablo al frente, dieron la vuelta al argumento y dijeron: "Dios exigía que alguien expiara todos los pecados, pero ha sido el Justo quien ha expiado en lugar de los pecadores. Era necesario que alguien cargara con las culpas, pero ha sido el Crucificado quien ha cargado con todas nuestras culpas". Los cristianos olvidaron la historia del sanedrín y de Pilato, y comprendieron la cruz, en clave cultual, como un sacrificio de expiación. Dieron la vuelta al argumento, pero mantuvieron el viejo marco de la culpa, la pena y la expiación.
Y llegaron a decir que, en realidad, fue Dios el que crucificó a Jesús. ¿Quién puede creer hoy en un dios que exige expiar culpas, a veces al propio culpable, a veces al inocente en lugar del culpable? Ese dios sería un monstruo terrible, y la verdadera piedad empezaría por combatirlo. Pero tales monstruos hemos creado, y les hemos consagrado templos, doctrinas y sistemas penitenciales, un siniestro edificio que descansa sobre un dogma erigido en una especie de principio metafísico de carácter absoluto: "Toda culpa debe ser expiada". Una religión de la expiación universal, en la que lo más importante ni siquiera es que aquel que ha hecho daño a alguien lo repare y trate de curarle, sino que pague, que sufra, que se pudra en la cárcel, que se muera (se oyen gritos de multitudes). Terrible religión, y terrible sociedad.
No es esa la religión de Jesús. El principio absoluto de Jesús es otro, absolutamente distinto: "Toda herida debe ser curada". A Jesús no le importó el pecado (¿qué es el pecado?), sino el sufrimiento: la gente que sufría y la gente que hacía sufrir. No le importó la culpa (¿qué es la culpa?), sino el daño: la gente herida, y la gente que hería, y todo el que hiere es porque está herido, y lo que necesita es sanación, no castigo. En última instancia, ni siquiera le importó quién tenía la culpa, sino que alguien, cada uno en su lugar y a su manera, se hiciera responsable y dijera: "Yo respondo. No quiero herir, quiero curar. Y también al que hiere quiero curarlo, porque también él está herido. Yo quiero hacer algo para que no haya daño. Y sé que eso es arriesgado, porque el poder es ciego y cruel, y está en todas partes aunque no es nadie. Pero yo lo haré".
Eso hizo Jesús. Corrió el riesgo, y le crucificaron. Pero sus discípulas y discípulos no dejaron de amarle. Dijeron que estaba vivo. Tan ciertos estaban de que lo que Jesús había dicho y hecho era divino, la vida misma y la bondad misma que es inmortal como Dios. Los cristianos le veneraron primero en figura de cordero, de buen pastor, de pez y de ancla. Y al cabo de trescientos años, empezaron a venerarle en figura de cruz. Y la cruz -el maldito instrumento de tortura y de muerte, impuesto por los poderosos a los sediciosos y profetas- volvió a convertirse en signo de la vida, en árbol de vida, cargado de frutas y medicinas saludables.
Pero aún persiste el equívoco y hay que despejarlo. El dios de la expiación nunca existió, y la religión de la expiación ha de ser borrada. El dolor no es lo que salva, sino aquello de lo que hemos de ser salvados. Y la salvación no consiste en ser absueltos de una culpa ni en expiarla, sino en ser curados de todas las heridas. Eso es lo que quiso hacer Jesús. Pero en su vida y en su cruz, no es la cruz la que nos salva, sino la libertad arriesgada, la bondad solidaria, la proximidad sanadora. La suya y la de todos los hombres y mujeres buenas. Benditos sean todos los crucificados, y malditas sean todas las cruces, también la de Jesús.
Es el hermano herido el que nos salva. Todas las hermanas y hermanos heridos por ser buenos nos salvan, a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero, ciertamente, no por la cruz.


