Ensayo de un análisis espectral de la crisis actual
El teólogo realiza un sesudo análisis del proceso que se llevó con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X y llega a conclusiones que no pueden dejar de ser vistas como muy preocupantes para el gobierno actual de la Iglesia Católica.

Presentamos las conclusiones de un largo estudio que realizó Peter Hünermann,
Profesor emérito de teología dogmática en la Universidad de Tubinga
 Presidente de honor de la Asociación europea de teología católica y un hombre allegado a la Argentina por sus trabajo tales como América latina y la doctrina social de la Iglesia: diálogo latinoamericano-alemán (Buenos Aires 1992); La juventud latinoamericana en los procesos de globalización: opción por los jóvenes (Buenos Aires 1998); Formar, educar, aprender: promoción humana integral en una cultura adveniente (Buenos Aires 2002).

El teólogo realiza un sesudo análisis del proceso que se llevó con la Fraternidad Sacerdotal San Pío X y llega a conclusiones que no pueden dejar de ser vistas como muy preocupantes para el gobierno actual de la Iglesia Católica.

El artículo completo puede verse en http://blogs.periodistadigital.com/xpikaza.php

Estas son las páginas finales de su detallado análisis.

El problema teológico de fondo

El levantamiento de una excomunión no puede llegar sino después de una súplica expresa y penetrada de contrición. Pero, una vez más, Fellay confirma la postura de Lefebvre al afirmar alto y claro que él está dispuesto a firmar con su propia sangre el juramento antimodernista y la confesión de Pío V. El sentido de esta frase debía estar claro para todos, tanto para el papa como para los cardenales concernidos. Las conversaciones que se arrastran desde 1970 no cesan de girar alrededor de los mismos puntos. Los otros textos de Fellay que hemos citado y cuyo talante es idéntico antes y después del levantamiento de la excomunión, confirman que no se ha producido ningún cambio de ningún tipo en este dominio. La aprobación previa por el papa de los estatutos del Instituto del Buen Pastor aparecía como un preludio, que ahora se extiende a la Fraternidad Pío X.

Así, el levantamiento de la excomunión representa un acto que equivale a un error de gobierno (Amtsfehler, faute de gouvernement). Esta decisión concede a los obispos de la Fraternidad Pío X, de manera deliberada y sin que se hayan cumplido las condiciones canónicas, la comunión eclesial y el fin del cisma, aunque el estatuto que tendrían en la Iglesia no ha sido previamente determinado. Este error de gobierno se hace más grave por el hecho de que significa una dispensa en lo referente a la recepción global del Vaticano II. La no aceptación de algunas enseñanzas decisivas del concilio queda expresada claramente en la petición de Fellay. Pero este error agravado contraviene la fe y las costumbres, fides et mores, cuya salvaguarda ha sido confiada al sucesor de Pedro de una manera especial por la Iglesia universal.

Se plantea, pues, la cuestión de saber si un papa puede dispensar de un concilio legítimamente convocado, de tal modo que dicho concilio pudiera ser recibido parcialmente, excluyendo algunos enunciados esenciales. La respuesta es un «no» categórico. El papa y los cardenales están obligados por un concilio legítimo y recibido así como por sus decisiones, del mismo modo que cada fiel. Los obispos Lefebvre y Fellay no han dejado en la sombra tal o cual aspecto secundario del concilio. Para ellos no se trataba ni se trata de algunos detalles en la redacción de los textos conciliares, sino de orientaciones centrales en cuanto a la inteligencia de la fe y a la comprensión de la Iglesia tales como el concilio las propone a todos los católicos. Las páginas oficiales de Internet de la Fraternidad Pío X repiten, incluso estos días, que la libertad religiosa y algunas otras enseñanzas del Vaticano II contradicen al Syllabus de Pío IX. La misma reprobación alcanza al decreto conciliar sobre el ecumenismo: «Los protestantes y otros no-católicos no tienen ninguna fe» (mensaje de la Fraternidad Pío X citado por The Tablet el 31 de enero de 2009). Se ve qué crédito puede concederse al testimonio de Fellay a propósito del juramento antimodernista y de la confesión de fe tridentina.

La obra doctrinal del Vaticano II concierne, entre otros temas, a la revelación divina en sus etapas y formas históricas, la Escritura y su interpretación, las perspectivas que derivan del misterio de la Iglesia y fundan el ecumenismo y el pueblo de Dios, las relaciones con las otras religiones y con la sociedad actual. Estas diversas enseñanzas no han sido formuladas en definiciones dogmáticas formales. Por otra parte, no se puede, en mi opinión, resumir una problemática tan elaborada y tan compleja en diez o quince cánones atravesados de anatemas. Se trata, sin embargo, de aserciones esenciales, que son indispensables para la Iglesia en la situación histórica de la modernidad. Estos textos normativos han sido largamente debatidos; han sido discutidos en función de posibles objeciones y dificultades. Los documentos del concilio expresan el consenso eclesial surgido de la invocación al Espíritu, de la escucha de la Escritura, de la eucaristía, de la oración y de la reflexión de los padres conciliares. Llevada de un tal consenso, la Iglesia cree desde los orígenes estar en situación de escuchar la voz del Espíritu de Dios. Poner todo esto entre paréntesis viene a ser como rechazar escuchar lo que el Espíritu dice a las comunidades. La importancia central de esos temas aparece clara desde que se los intenta retirar de la vida de la Iglesia de hoy. ¿Puede un papa dispensar de la adhesión a palabras de fe tan fundamentales, con vistas a levantar una excomunión contraída por causa de herejía? No.

A estas cuestiones esenciales concernientes a la fe se añade aquí un aspecto que les está íntimamente ligado y que se refiere a las costumbres. En efecto, no es casualidad que se encuentre entre los cuatro obispos excomulgados un antisemita que niega la Shoah, notoriamente conocido como tal desde hace años. Una persona que niega o minimiza de algún modo la empresa monstruosa que fue el genocidio nazi del pueblo judío, una tal persona es un pecador público que no puede ser admitido al sacramento de la penitencia sin haber dado signos evidentes, constatables en su vida, de arrepentimiento y de conversión, signos que podrían ser tenidos posteriormente en cuenta para un eventual levantamiento de la excomunión. Lamentos enunciados simplemente con la punta de los labios no son suficientes. Cuando el cardenal Secretario de Estado exige el 4 de febrero de 2009 a Richard Williamson una retractación rápida para hacerle beneficiario del levantamiento de la excomunión, parece una farsa y una descalificación pública de la disciplina penitencial.

El resultado es abruandor. Este levantamiento de la excomunión representa un ejercicio de la función episcopal que ofende y se enfrenta gravemente a la fe y a las costumbres. En mi opinión, esta decisión es nula y sin valor, aunque no sea más que en función del canon 126 así redactado: «Es nulo el acto realizado por ignorancia o error cuando afecta a lo que constituye su substancia o recae sobre una condición sine qua non». El editorial de L’Osservatore Romano del 26/27 de enero de 2009 se queja amargamente de los ataques injustificados contra el papa y afirma que la decisión pontificia estaba inspirada por el «nuevo estilo» que hay en la Iglesia y que, deseado por el concilio, prefiere la «medicina de la misericordia» a la condena. A la vista de los hechos, se puede anotar tal discurso en la cuenta de la ingenuidad. El papa mismo no parece medir el alcance de su propia manera de actuar tal como se la observa después de largos años y tal como ella culmina en su más reciente decisión: en la audiencia general del 29 de enero de 2009 declaraba haber actuado por misericordia al mismo tiempo que afirmaba que detestaba la Shoah…

Hermeneútica del Vaticano II

El problema fundamental de la causa actual no reside en el hecho que el trabajo ha sido realizado deprisa y corriendo, que un viejo cardenal torpe se ha encontrado desbordado, que las comunicaciones han funcionado mal o que estamos ante un pontífice que tiene tendencia a tomar decisiones solitarias. Todo esto es evidentemente deplorable, puesto que aquí hay opciones de gran alcance y plenas de consecuencias. Pero lo esencial no está ahí. Tampoco se trata del antisemitismo del obispo Williamson, por innoble y repugnante que sea. El núcleo del problema es de naturaleza teológica; se refiere a la concepción de la Iglesia en sus aspectos tanto institucionales como éticos. Con la manera con la que ha ejercido su mandato, el papa ha quebrantado muy profundamente la confianza de los fieles en el ministerio de Pedro en cuanto testigo de la fe y de las costumbres. Al mismo tiempo, su decisión expone a la Iglesia al peligro de contar entre sus filas con obispos y sacerdotes (actuales y futuros) que no estén de acuerdo con la fe y las costumbres de la Iglesia católica. El papa no puede hacer depender la interpretación auténtica del Vaticano II de negociaciones con un grupo cismático y herético. Se puede pensar que desde ahora una sombra profunda corre el riesgo de planear sobre cantidad de «declaraciones auténticas» de la Congregación de la fe relativas a la interpretación del Vaticano II.

Estas indicaciones, que se refieren a la manera de gobernar, presentan aún otro aspecto. Poco tiempo después de haber entrado en funciones, Benedicto XVI explicaba, en su mensaje de Navidad de 2005 a la curia romana, cómo comprende e interpreta él el concilio Vaticano II. Aborda la problemática que hoy nos preocupa con la ayuda de las expresiones «hermeneútica de la discontinuidad» y «reforma de la continuidad». Con el título de reforma de la continuidad, insiste en el hecho de que la única Iglesia existe continuamente antes y después del concilio, con su identidad fundada sobre la fe. Las mutaciones producidas en el mundo moderno han llevado a la Iglesia, guiada por la fe, a adoptar un nuevo posicionamiento: «Como consecuencia de una nueva definición de las relaciones entre la fe de la Iglesia y algunos elementos importantes del pensamiento moderno, el Vaticano II ha revisado y también corregido algunas decisiones históricas, pero en esa discontinuidad aparente ha más bien preservado y profundizado su verdadera identidad» (AAS 98, 2006, 51). El papa explica esto a propósito de la libertad religiosa, describiendo la situación antigua y oponiéndole la situación nueva. Tales desarrollos solo se pueden aprobar. Lo que irrita es que, en la sección que trata de la hermeneútica de la discontinuidad, el papa no evoca jamás a las tradicionalistas. Cita únicamente a los «progresistas», los cuales, según él, no retienen más que el espíritu del concilio pero minimizando el texto, porque este estaría trufado de fórmulas trasnochadas, que no se habrían conservado más que en atención al compromiso. De ahí resulta que Benedicto XVI aprueba el concilio, pero contempla los riesgos ligados a su recepción desde un punto de vista totalmente unilateral.

Este papa no es un hombre que rechace el Vaticano II o que no lo comprenda. No es un hombre incapaz de consagrar a la fe palabras y meditaciones profundas, un hombre que no intente poner toda su fuerza al servicio del Evangelio. Todo esto es incontestable. Pero el texto citado muestra que el papa, consciente de la crisis que atraviesa la aceptación de la Iglesia en la sociedad moderna, está convencido de que la Iglesia no superará la prueba sino recuperando los círculos decididamente tradicionales.

Conclusión

Por mi parte, pienso –e insisto: salvo un juicio más aclarado– que estamos ante un escandaloso error de gobierno, tomada la expresión en un sentido teológico. ¿Cómo salir de la crisis? No existe jurisdicción que pueda pedir cuentas al papa como a cualquier otro funcionario ni, eventualmente, condenarlo. Esta posibilidad no se da para el papa como para un jefe de Estado en el ejercicio de sus funciones. No hay herejía. Si tal fuera el caso, el colegio cardenalicio es quien sería competente y debería constatar que no tenemos ya papa, porque un papa herético pierde ipso facto su cargo.

Errores de gobierno que han provocado escándalo han sido frecuentes en la historia de la Iglesia y en la del papado. El desenlace de este género de crisis fue lo más a menudo laborioso y difícil. En el caso presente, la salida de la crisis es particularmente delicada porque muchos cardenales y obispos han tenido conocimiento de los hechos desde 1988 y han asumido toda esta evolución con el papa. Es tanto como decir que la situación actual representa un desafío extraordinario: exige de todos los actores sencillez, humildad, renuncia a todo ombliguismo y a toda sed de poder, en resumen un retorno al espíritu del Evangelio. Esta exigencia se impone a todo el pueblo de Dios, a todos los fieles, incluidos el papa, los cardenales, las conferencias episcopales, los sacerdotes, los diáconos y los agentes de pastoral. La Iglesia, el papa y los obispos recuperarán su libertad de actuación pública, solo si se confiesan y corrigen el error de gobierno contra la fe y las costumbres de la Iglesia. Un papa que se deja dictar, a sí mismo y a sus colaboradores, condiciones previas por un grupo cismático y herético, tal papa no es libre. Y si se escamotea esta constatación, se da inevitablemente la impresión de que las autoridades romanas han cedido a presiones exteriores y no son más que marionetas de la opinión pública y de los media. Medios tradicionalistas toman ya posiciones en este sentido.

Es incontestable que las decisiones tomadas están afectadas de nulidad. A la cuestión de saber cómo difundir la información, hay varias respuestas posibles, comenzando por respuestas negativas. Así, no bastaría con que el cardenal Giovanni Re, que ha firmado el decreto de levantamiento de la excomunión, declare su nulidad, `porque el papa ha reconocido públicamente que esta decisión era la suya también. La segunda cuestión urgente que planeta la salida de la crisis concierne a la reparación paso a paso de los daños causados, especialmente de la pérdida de credibilidad que la Iglesia acaba de encajar en el mundo y en su propio seno. Porque la Iglesia se encuentra ante un enorme montón de escombros. Las decisiones justas piden mucha oración, un esfuerzo de conversión en todos los niveles, el consuelo del Espíritu Santo y de sus siete dones. Los pasos concretos a dar y una autocatarsis de la Iglesia se anuncian extremadamente arduos.

(Texto aparecido en Herder Korrespondenz 63, D- Freiburg, mars 2009, pp. 119-125.
Traducido del alemán al francés por Charles Wacknheim.
Traducido del francés al español por Diego Tolsada).

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