Un Ratzinger de hace cuatro siglos, en Pekín

La extraordinaria semejanza entre el método misionero de Mateo Ricci en la China del siglo XVII y el diálogo entre el cristianismo y las culturas propuesto hoy por Benedicto XVI

por Sandro Magister

ROMA, 1 de octubre de 2010 – En el importante discurso tenido en Londres en el Westminster Hall el 17 ce setiembre, Benedicto XVI lo afirmó del modo más neto:

"Las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación".

Y prosiguió:

"El papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. [...] Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos".

La exigencia de una integración positiva entre fe y razón es un pilar de este pontificado. Pero incluso antes de ser elegido Papa, Joseph Ratzinger había insistido en ello varias veces. Por ejemplo en el memorable debate que tuvo con el filósofo alemán Jürgen Habermas en Munich en el 2004.

En aquella ocasión Ratzinger dijo que los principios racionales accesibles a todos deberían ser la base de un diálogo intercultural e interreligioso. E hizo una referencia a China: "Lo que para los cristianos tiene que ver con la creación y el Creador, en la tradición china correspondería a la idea de los ordenamientos celestes".

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La China es uno de los desafíos más colosales que la Iglesia católica está llamada a afrontar hoy. Y no sólo por motivos relacionados a la libertad religiosa.

En efecto, la distancia entre la visión occidental y cristiana del mundo y la de las grandes civilizaciones del Oriente - no sólo China sino también India y Japón - es decididamente más profunda que con la del Islam, una religión histórica que tiene además rasgos comunes con el judaísmo y el cristianismo.

El desafío es más fuerte hoy, con China que surge como nueva potencia mundial. Pero lo ha sido también en el pasado.

Entre los siglos XVI y XVII asumió este desafío un misionero genial, el jesuita italiano Mateo Ricci, de quien se cumple en el 2010 el cuarto centenario de su muerte, con muestras de arte, estudios, congresos, incluso en China donde él es considerado una gloria nacional. Está en curso también su proceso de beatificación.

Ricci, en el dialogar con los sectores cultos del Pekín de la época, adoptó una aproximación extraordinariamente semejante a la que hoy es propuesta por Benedicto XVI. Sabía bien que el Evangelio cristiano era una novedad absoluta, venida de Dios. Pero sabía también la razón humana tiene origen en un único Señor del Cielo, y es común a todos los colores que viven bajo el mismo cielo.

Él pues confiaba en que también los chinos pudieran acoger "las cosas de nuestra santa fe", si estas se "confirmaban con tanta evidencia de razones".

Su anuncio de la novedad cristiana fue pues gradual. Tomaba como punto de partida en los principios sapienciales del confucianismo, de los aspectos comunes que estos tenían con la visión cristiana de Dios y del mundo, para elevarse poco a poco a la novedad absoluta del Hijo de Dios hecho hombre en Jesús.

Mateo Ricci no obró igual con el budismo y el taoísmo, que sometió en cambio a severa crítica. Un poco como habían hecho antes de él los Padres de la Iglesia, muy críticos respecto de las religiones paganas pero en respetuoso diálogo con la sabiduría de los filósofos.

Sobre este aspecto genial de la obra misionera de Mateo Ricci un sucesor suyo en la misión ha escrito un libro importante: el padre Gianni Criveller, 49 años, del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras de Milán, desde hace veinte años activo en China, docente en el Holy Spirit Seminary College y en la Universidad China de Hong Kong y autor de numerosos ensayos.

El pasaje que sigue ha sido tomado del capítulo central del libro. Y arroja una luz no sólo sobre cómo Mateo Ricci actuó hace cuatro siglos, sino también sobre como el cristianismo puede afrontar hoy el desafío chino, con un método que es el mismo propuesto por el actual Papa.

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