De mitras e ínfulas

12.12.08 - MANUEL DE UNCITI | SACERDOTE Y PERIODISTA

Qué hacía aquel cura dándole y quitándole una y otra vez el gorro y el bastón al obispo?». Formula la pregunta un muchacho que, junto con otros adolescentes, acaba de recibir el sacramento de la confirmación. Se lo pregunta a su catequista. Y éste, de entrada, le corrige el vocabulario: el 'gorro' se llama 'mitra'; el 'bastón', 'báculo'. El muchacho le corta la palabra a su mentor: «Vale, pero parecía el señorito con el criado a su lado». El comentario del catequista, dicho a continuación, es inquietante, ciertamente, pero agudo y certero. «¿Cuándo reconoceremos que en muchos de nuestros ritos oscurecemos y ocultamos en lugar de transmitir e iluminar?».
Aquí está la madre del cordero, a buen seguro. Muchos creyentes se han preguntado en más de una ocasión qué idea puede hacerse del cristianismo el musulmán o el budista, valga por caso, que un buen día se asoma a la pequeña pantalla y contempla un rito sacro católico en la pontificia Basílica de San Pedro en el Vaticano o en la Catedral metropolitana de Sevilla. Verá, y hasta se admirará, del fulgor de los oros, de las proporciones y ritmo de las esculturas y tallas, de la cadencia de los rituales, de los brocados de los paramentos litúrgicos, de la bella sonoridad de las corales y de las filigranas del contrapunto. Pero, ¿qué le dirán todas estas maravillas del arte y de la opulencia sobre el mensaje de Aquél que dijo «Bienaventurados los pobres, los humildes, los limpios de corazón»? ¿Qué de la buena nueva «amemos a Dios porque Él nos ha amado primero»? ¿Qué del «perdonad y seréis perdonados» y qué del «tuve hambre y me disteis de comer»?
La inadecuación de las expresiones y manifestaciones de la Iglesia a la fe que se propone proclamar y a la cultura democrática del presente, no se reduce, claro está, al ámbito de la liturgia. Hay otros muchísimos rostros de la Iglesia que, en lugar de transparentar el brillo del mensaje evangélico, parecen empeñados en oscurecerlo y confundirlo. Mensaje para el hombre de hoy, como lo ha sido para millones de hombres durante dos milenios, ¿cómo conectarlo con la modernidad diaria si a los pastores de la Iglesia los revestimos con tocados y atuendos de lo más rancio y anacrónico? Se inaugura en Roma -es un decir a modo de ejemplo- un sínodo universal y la maravilla de la Plaza de San Pedro se envanece con una larga teoría de mitras que brillan al sol y que, precediendo al Papa, se encaminan hacia el interior de la basílica pontificia... Al hombre de a pie tiene que parecerle necesariamente un tocado extraño. Los más eruditos podrán comentarle que los antiguos sacerdotes persas del culto al dios Mitra, revestidos de blancas albas, ya cubrían sus cabezas con un 'gorro' del que, en el correr de los siglos, es heredero el que hoy refulge en las testas de los obispos, arzobispos, cardenales y hasta del mismísimo Benedicto XVI, por no mentar, de paso, esa figura tan extraña -¡testimonio de sencillez evangélica en algunos monasterios!- de los abades... mitrados. De la mitra episcopal actual penden -en consonancia con su origen histórico- las llamadas ¡ínfulas! símbolo de poder. ¿Quién no ha oído decir 'menudas ínfulas tiene' para censurar el orgullo o el despotismo de algunos sujetos? Y la pregunta se impone: ¿Esas mitras y esas ínfulas hablan algo de Aquél que dijo «el que sea mayor entre vosotros muéstrese como el menor»?
Con menos tradición cuenta el que los papas vistan una sotana o túnica de color blanco. Fue San Pío V quien introdujo este color en el atuendo de los pontífices. Él era fraile dominico cuando le eligieron para el ministerio pontificio y los frailes dominicos siempre han llevado, desde el siglo XIII, un hábito de color blanco. Pío V, llevado de su humildad, no quiso desprenderse de su ropa de fraile. Pero, ay, 'pegó' el color blanco y, desde el siglo XVI a hoy, los papas han vestido de blanco.
Y ¡vaya que si pegó! Las gentes están acostumbradas a ver en el color blanco un símbolo de lo inmaculado, de lo puro y, si se apura un tanto, de lo espiritual. Desde esta elemental consideración, se descubre que está muy puesto en razón que los papas vistan de blanco. Son ellos -se sobreentiende- los encargados de arrastrar consigo a todo el pueblo cristiano hacia los lejanos cielos donde mora el Altísimo. Que sea o no sea así, dependerá, claro es, de cada pontífice, que de todo ha habido en la viña del Señor. Porque los papas, para nuestra fortuna, continúan siendo hombres, por más que algunos propendan a espiritualizarlos hasta extremos poco admisibles. Tal ocurrió, por ejemplo, con Pío XII. A tenor de la 'profecía' de Malaquías le correspondía, como es sabido, el título de 'Pastor angelicus' -'Pastor angélico'- y tanto y tanto se insistió en este remoquete, que muchos llegaron a ver en el Papa Pacelli a un ser más espiritual que humano...
Y esto es lo malo. El cristianismo es una fe de encarnación de Dios, no una religión de cumbres inaccesibles. Camino, como estamos ya, de la Navidad, bueno será recordar la afirmación paulina con la que el apóstol de las gentes define la epifanía de Dios en Jesús de Nazaret: «Se nos ha hecho patente el humanitarismo y la benignidad de Dios, nuestro Salvador». Un Dios que, según el mismo Pablo de Tarso, «se despojó de su rango» y se «anuló» para compartir la vida con los hombres. Resultaría incomprensible, ciertamente, un cristianismo que se vaciara de misterio y trascendencia. El Otro, el absolutamente Otro, está ahí, y se sugiere en la conciencia humana como el horizonte último de la existencia en esta tierra de hombres; y esto es precisamente lo que la Iglesia tiene que proclamar en todas las plazas y vivir en la sucesión de las jornadas. Pero el cristianismo no se reduce a trascendencia y misterio. Es un mensaje para esta vida. Es aquí donde ha de florecer el reino de paz y justicia, el reino de vida y verdad, el reino de libertad y amor. No se encuentra a Dios en las alturas, sí en el pan compartido y en la mano tendida. Y, así las cosas, ¿qué tal un Papa que dejara a un lado su sotana blanca y su esclavina roja y se vistiera para recibir a sus huéspedes con camisa y corbata, pantalón y chaqueta, y se calzara con zapato negro y no con calzas rojas, obsequio -según se comenta- de la firma Prada?

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El Vaticano II, tumba de la cristiandad

Si Juan XXIII pasó "del anatema al diálogo", los dos últimos papas han hecho el camino inverso

Juan José Tamayo
La figura de Juan XXIII, de cuya elección papal hemos celebrado recientemente el 50° aniversario, está indisociablemente unida al Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962 y clausurado en Roma, el 8 de diciembre de 1965. Fue un concilio que venía a corregir el rumbo contrarreformista y contrarrevolucionario de los dos concilios anteriores: el de Trento (1545-1563), que condenó la Reforma protestante, y el Vaticano I (1870), que proclamó el dogma de la infalibilidad del Papa. Fue, sin duda, uno de los acontecimientos sociorreligiosos más importantes del siglo XX por sus repercusiones no solo en el terreno religioso, sino también en el cultural, político y social, en plena sintonía con las transformaciones producidas durante aquella década de alta temperatura utópica en la esfera internacional. El cuarto de hora de locura de Juan XXIII, como algunos calificaron su decisión de convocar aquel concilio, fue en realidad un huracán que derribó los muros de incomunicación de la Iglesia católica con el mundo moderno. Juan XXIII solo pudo asistir a la primera sesión (de octubre a diciembre de 1962), pero su talante humanista y su espíritu reformador estuvieron presentes en las cuatro sesiones celebradas._El Vaticano II marca el final de la cristiandad triunfante, considerada consustancial a la Iglesia católica, cuando fue una de sus más graves patologías y desviaciones del proyecto originario de Jesús de Nazaret. Con él tocaban a su fin el absolutismo eclesiástico y las multiseculares alianzas entre el trono y el altar, en nuestro caso, entre la Iglesia católica española y la dictadura del general Franco, legitimada por Pío XII con la firma del Concordato de 1953, pero cuestionada por sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, críticos severos del franquismo. En expresión feliz del teólogo español José María González Ruiz, el Vaticano II se convirtió en la "tumba de la cristiandad"._Los obispos de todo el mundo reunidos en el concilio hicieron una valoración positiva, y en clave emancipatoria, del fenómeno de la secularización en todos los campos del ser, del saber y del quehacer humano, que venía gestándose en Europa desde el Renacimiento, corrigiendo las condenas de los papas anteriores. Pío IX afirmaba en el Syllabus, en 1864, que la Iglesia no podía reconciliarse con el progreso, y declaraba anatema a quien defendiera dicha reconciliación.__JUSTO UN SIGLO después, el Vaticano II defendía, en el mismo lugar, la autonomía de las realidades temporales y los avances de la civilización moderna, si bien críticamente, llamando la atención sobre las abismales desigualdades y asimetrías entre pueblos ricos y pueblos pobres. Durante los dos últimos pontificados se ha producido el proceso inverso: hemos pasado de la secularización a la confesionalización. Un ejemplo doméstico es la defensa de los símbolos cristianos en la escuela pública por parte de la jerarquía católica._El concilio quiso poner fin a una larga etapa de anatemas y condenas contra la modernidad y abrir un camino para un diálogo en varias direcciones: con la increencia (ateísmo, agnosticismo e indiferencia religiosa); con el pensamiento crítico, que se incorporaba a la reflexión teológica; con las iglesias cristianas no católicas, con las que inició un fecundo proceso de aproximación; con las religiones no cristianas, a las que reconocía como caminos de salvación. Pero con Juan Pablo II y Benedicto XVI han vuelto los anatemas y las condenas de las religiones, de la modernidad, de la teología de la liberación, del diálogo interreligioso, de las revoluciones científicas, del pensamiento crítico en la Iglesia católica, etcétera. Si Juan XXIII pasó "del anatema al diálogo", los dos últimos papas han hecho el camino inverso: del diálogo al anatema._El Vaticano II llevó a cabo una revolución copernicana en la concepción de la Iglesia al definirla como comunidad cristiana y no como sociedad desigual, según la expresión de algunos papas, y al poner el pueblo de Dios por delante de la jerarquía, no sin un fuerte enfrentamiento entre el ala episcopal conservadora y el ala reformadora. Aquí el orden de factores sí alteraba el producto. Primero se hablaba de lo que era común a todos los creyentes; después, de los diferentes ministerios de la comunidad entendidos como servicio, no como poder. Eso comportaba un cambio en las relaciones entre los cristianos, más simétricas, igualitarias y fraternas.__ESTA NUEVA situación es la "Iglesia de los pobres", expresión acuñada por Juan XXIII en un memorable discurso: "La Iglesia se presenta, para los países subdesarrollados, tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres". La opción por los pobres se hizo realidad en las iglesias del tercer mundo. Juan Pablo II y Benedicto XVI intentaron decapitarla con denuncias contra sus principales cultivadores, aunque no lo consiguieron. La teología de la liberación sigue viva y activa._El Vaticano II es un legado que no puede mitificarse, pero tampoco olvidarse en un rincón, sino que ha de activarse, reformularse y recrearse en los nuevos climas culturales. Un legado que puede mantener viva la utopía de que otro cristianismo es posible.__*Director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

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Cristiano y homosexual, gracias a Dios

Éste es el artículo de Juan José Broch, titulado "Cristiano y homosexual, gracias a Dios" que salio publicado en el ultimo número de la revista española Vida Nueva.

Desde pequeño fui educado en una fe del deber hacer, del voluntarismo ante un Dios todopoderoso y exigente. En ese entorno eclesial y social, la sexualidad era un tema tabú y la homosexualidad motivo de burla y rechazo. Cuando en la adolescencia descubro que no vivo la afectividad como mis amigos, intento ocultarlo (también a ese Dios de las alturas). Tras un período de búsqueda, incluso en la vida religiosa, vuelvo a mi ciudad y me integro en la parroquia de mi barrio. Allí me encuentro con unas religiosas de trato cercano y con una opción preferencial por los últimos. A través de ellas descubro un nuevo rostro de Dios, pegado a la realidad de sus criaturas y apasionado por darles vida, y una vida en abundancia.
Mis afectos, todavía escondidos, se resitúan tras una sana crisis personal; con 28 años asumo que soy homosexual y opto por vivir como lo que soy. A ello me ayuda el buen Dios que me quiere tal como soy y desea mi felicidad. Mi vida, mi fe se abren a una paz y un gozo desconocidos hasta ese momento.
En este nuevo camino, sostenido por Dios y acompañado por familia y amigos, me encuentro con un grupo católico homosexual. ¡Un espacio donde poder vivir mi fe y mi orientación sexual!
A partir de ahí se me abre un mundo nuevo de mujeres y hombres lgtb (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) creyentes que viven su fe en la Iglesia Católica, y lo hacen en grupos cristianos homosexuales (que los hay en España y en el mundo entero) o en comunidades cristianas que integran esta realidad en su seno. Son espacios de acogida y encuentro, de oración, de formación y reflexión, de compromiso…
En el grupo en el que me incorporo descubro que Jesús nunca condenó la homosexualidad y que alabó la fe del centurión enamorado de su criado; que la Iglesia celebró uniones entre parejas del mismo sexo hasta el siglo XIII; que la Organización Mundial de la Salud reconoce que la homosexualidad no es un trastorno ni una enfermedad (y, por tanto, no tiene curación, como tampoco la heterosexualidad)… Todo esto me habla de un Dios bueno al que servir y mostrar a tantas lesbianas y gays que viven de espaldas a una Iglesia que no les reconoce su dignidad, me habla de un Dios bueno que quiere una Iglesia acogedora de toda la diversidad creada por Él.
Tras un período de discernimiento, ejercicios espirituales incluidos, respondo a esa llamada de Dios, comprometiéndome en el grupo cristiano homosexual de Valencia y, después, en la organización estatal, que engloba un total de 16 grupos locales o autonómicos. Fundamentales en todo este devenir son la eucaristía dominical en mi parroquia, la oración personal, el examen espiritual de conciencia, el acompañamiento espiritual, los ejercicios espirituales y mi comunidad cristiana de referencia. Doy gracias a la Iglesia porque de ella he recibido todo esto.
Ahora que estoy a pocos meses de finalizar una etapa de más de 15 años con diferentes responsabilidades en este ámbito eclesial, miro atrás y contemplo, gracias a la existencia de estos grupos, los caminos de vida que se han abierto y de los que yo he sido instrumento o destinatario. Son muchas las personas homosexuales que han descubierto que no han de renunciar a su afectividad para seguir siendo cristianas, ni a su fe para vivir con plenitud su orientación sexual. Con gozo han vuelto a esa Iglesia que les acoge tal como son. Son muchas las personas homosexuales agnósticas o ateas, y las organizaciones de las que forman parte, que reconocen y agradecen esa Iglesia abierta a su realidad. Son muchos los católicos y católicas, y sus grupos, que asumen como propia la lucha del colectivo homosexual. Y cada vez son más las organizaciones católicas que muestran una actitud dialogante hacia la realidad homosexual cristiana.
Por otro lado, ha habido ataques hacia nuestro colectivo y una lucha activa en contra de nuestros derechos por parte de grupos y dirigentes de la Iglesia. Sin embargo, sólo un acontecimiento me ha hecho cuestionarme la pertenencia a la misma: la reciente negativa del Vaticano a apoyar una iniciativa presentada ante la ONU para acabar con las aberrantes leyes de algunos países que permiten encarcelar o condenar a muerte (como Irán o Arabia Saudita) a las personas por el hecho de ser homosexuales.
Para aquellos sectores de la Iglesia que no entienden nuestra realidad, les invito a que se pregunten dónde creen que está Dios, si en la amargura, resentimiento, sufrimiento… de tantas lesbianas, gays… que se han visto obligados a renunciar a una vida afectiva plena para poder seguir siendo cristianos, o bien en el gozo, la paz, la alegría de quienes vivimos con normalidad la homosexualidad en el seno de nuestras comunidades de fe.

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