El Papa quiere reformar el papado

Por J.M. Castillo
Benedicto XVI anunció que tiene la firme intención de estudiar las reformas necesarias para que el papado "pueda realizar su servicio de amor reconocido por todos".

José María Castillo, español nacido en Granada, ha sido religioso jesuita, profesor de teología en la Facultad de Teología de Granada, en la Universidad Gregoriana de Roma, en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid y en la Universidad Centroamericana de El Salvador. Su libro "Teología para comunidades" ha tenido amplia repercussion en las comunidades y grupos eclesiales. En su blogspot josemariacastillo.blogspot.com/ dio a conocer un artículo que ha tenido amplia repersución en los medios ecclesiasticos.

Benedicto XVI anunció que tiene la firme intención de estudiar las reformas necesarias para que el papado "pueda realizar su servicio de amor reconocido por todos". Así lo ha dicho el papa al Patriarca de Contantinopla (Estambul), Bartolomé I, en un documento que el Vaticano ha enviado al Patriarca el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés, patrono del patriarcado ortodoxo.
Esta noticia es de una importancia excepcional. Porque, si es que efectivamente el Vaticano está dispuesto a llevar adelante lo que dice, eso supondrá afrontar en serio una auténtica reforma del papado, tal como actualmente está organizado y tal como funciona.
Para hacerse una idea de la importancia de esta decisión, es necesario tener en cuenta dos cosas:
1) El mayor obstáculo que hay ahora mismo, para lograr la unión de los cristianos, no es la teología de los ortodoxos o de los protestantes, sino la actual organización del papado.
2) Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI se han dado cuenta de la gravedad de este problema. Por eso han pedido ayuda a obispos y teólogos para encontrar nuevas formas de ejercer el ministerio del Obispo de Roma.
Se trata, pues, de que el papado no siga siendo un impedimento para que los cristianos vivamos unidos. La unión de los cristianos fue la aspiración suprema de Jesús (Jn 17, 11-26). El problema está en saber qué decisiones tendría que tomar el papado para que ortodoxos y protestantes se unan con los católicos. No es posible, en el reducido espacio de esta reflexión, decir todo lo que habría que explicar sobre un asunto tan complejo como éste.
En todo caso, hay una decisión, enteramente indispensable, que tendría que ser la primera medida que el Vaticano tendría que tomar. El Obispo de Roma tendría que renunciar al título de "papa universal" y a todo lo que ese título lleva consigo. Para explicar este asunto capital, me limito a recoger los datos más importantes que ofrece el excelente estudio del profesor M. Sotomayor (Miscellanea Historiae Pontificiae, vol. 50, 1983, p. 57-77).
Seguramente, el hombre que mejor comprendió la dificultad y el peligro que supone que el Obispo de Roma sea designado y actúe como "papa universal", fue el papa Gregorio I (San Gregorio Magno). La resistencia de este gran obispo de Roma fue tan tajante a ser reconocido como "papa universal", que no dudó en afirmar que el título "universal" es para el papa una palabra altanera, supersticiosa, pomposa, singular, soberbia, vanidosa, nefanda, profana, supersticiosa, criminal o sacrílega, blasfema, propia del Anticristo, pestífera.
Todos estos calificaticos están rigurosamente documentados en el abudante epistolario de Gregorio Magno. Sin duda, este gran hombre y este gran papa vio, en esa atribución de poder universal, el peor peligro que amenazaba a la Iglesia, a través del papado. ¿Cuál era la "razón clave" que tuvo aquel papa para oponerse con tal firmeza a atribuirse el poder universal? Para Gregorio Magno, si cualquier obispo, sea simple obispo, metropolitano, patriarca o papa, se llama "universal", todos los demás obispos dejan de ser tales; el episcopado entero, de derecho divino, queda aniquilado (cf. S. Vailhé). ¿Significa esto que el obispo de Roma dejaría de ser el responsable último (cabeza) de toda la Iglesia? No. No se trata de eso. Se trata, más bien, de que el papado se entienda a sí mismo como una instancia última, dentro de una "eclesiología de comunión", para resolver los problemas que a nivel local no se pueden resolver. Así, por tanto, la unidad y la gestión de la Iglesia no estaría basada y gestionada desde un enorme montaje jurídico, centralizado en la Curia Vaticana, sino que todo estaría basado en la misma fe en el Evangelio de Jesucristo y en la comunión que genera el Espíritu de Dios. Sólo cuando las cosas se vean así en la Iglesia, será posible empezar a hablar en serio de la unión de todos los cristianos.

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