Los errores del Papa

Ignacio Pérez del Viso (San Miguel)

A partir de los conflictos suscitados por algunas decisiones de Benedicto XVI y que ganaron el interés de la prensa, el autor reflexiona sobre los hechos con perspectiva histórica.


Benedicto XVI ha cometido numerosos errores. Juan Pablo II también. Y si retrocedemos en la historia, veremos que todos los Papas, excepto aquellos que se murieron a los pocos días de ser elegidos, han cometido errores. De esta “ley” o constancia no se salva ni el primero, el apóstol Simón Pedro. San Pablo dice que tuvo que reprenderlo públicamente por el doble comportamiento que llevaba, con los judíos por un lado y con los no judíos por otro (Gál. 2, 11-14). Confieso que más de una vez he pensado que Simón Pedro tenía su parte de razón, procurando la unidad en la naciente Iglesia y que Pablo a veces exageraba un tanto sus puntos de vista. Pero al margen de esta opinión personal, existía conciencia de que la “cabeza” del colegio de apóstoles podía equivocarse.

Por suerte, los papas son humanos y no robots programados para trabajos perfectos ni mensajeros enviados por el cielo para dar a conocer la voluntad de Dios. Muy pocos días antes de ser elegido, el cardenal Ratzinger dijo, con cierta ironía, que en algunos cónclaves o elecciones papales no se veía que hubiera estado presente el Espíritu Santo. Recordemos casos como el de Alejandro VI, que compró el cargo (1492), mientras que otros ejercieron todo tipo de presiones, acompañadas de promesas, utilizando digamos el garrote y la zanahoria, para lograr el objetivo. Por suerte, en los últimos siglos no se han visto esos abusos, pero no concluyamos de allí que el dedo de Dios señaló al que debía ser elegido. De modo similar, no pensemos que todas las decisiones de los papas vienen dictadas por una voz divina. La Iglesia es humana y, como todo lo humano, progresa cometiendo errores, al igual que los científicos.

El problema entonces no consiste en que el papa no se equivoque, sino en ver cómo la Iglesia puede dar un paso adelante aprovechando los tropezones de los papas, de los obispos y de todos los fieles. El inefable Juan XXIII cometió el error, en 1962, de ordenar que en las Facultades de Teología se volvieran a dictar las clases en latín. Los profesores obedecieron por breve tiempo, pero viendo que muchos alumnos no comprendían bien el latín, retornaron espontáneamente al idioma del país. Otro error de Juan XXIII fue haber propuesto las conclusiones del Sínodo de la diócesis de Roma como modelo para otros. Pero el Concilio desplegaba sus alas y aquel sínodo diocesano cayó en el olvido. Una conclusión posible es que en el tema de los errores pontificios es importante la relación entre el papa y el conjunto de la Iglesia. No somos un ejército que obedece ciegamente al comandante en jefe, sino una comunidad donde el Espíritu Santo reparte sus carismas a todos los fieles.

Una segunda conclusión sería que la compensación de los errores de los papas debe llegar en el momento y el modo adecuados. Pablo VI le prohibió al Concilio tratar el tema de la paternidad responsable porque lo estaba estudiando él personalmente. A mi modesto entender fue un error que provocó después mucha confusión. Cuando Pablo VI publicó la encíclica Humanae Vitae (1968), los episcopados más importantes que venían estudiando también ese tema, como los de Francia, Alemania, Estados Unidos, etc., emitieron declaraciones que completaban lo enseñado por el Papa. Pero sólo algunos estudiosos captaron el equilibrio entre la palabra del Papa y la de los obispos. La mayoría de los fieles se quedó sólo con una mitad.

Juan Pablo II publicó, por intermedio de Ratzinger, un importante documento sobre la Teología de la Liberación. Pero cometió el error de entregarlo en dos partes, dejando transcurrir un tiempo entre ambas. En la primera se indicaban los errores de esa corriente teológica. En la segunda se ponderaban sus valores. Pero la sensación que quedó fue la producida por la primera: que el Papa condenaba la Teología de la Liberación. Otro ejemplo sería el del teólogo Jon Sobrino. Fue público que la Santa Sede cuestionaba la ortodoxia de algunas afirmaciones suyas. Ante ese hecho, importantes teólogos europeos defendieron la ortodoxia de sus escritos. Pero salvo un selecto grupo de expertos, que pudo leer a estos teólogos, la impresión popular dominante es que Jon Sobrino está condenado en la Iglesia, lo que constituye una llaga abierta en toda América Latina.

La evolución de la excomunión

Viniendo a Benedicto XVI, creo que uno de sus errores en el tema de los lefebvristas es haber olvidado que la mayoría de los fieles, y de la opinión pública en general, no posee una noción precisa del sentido de la excomunión, confusión provocada por los cambios que ha tenido esta medida a lo largo de los siglos, de los cuales indicaré sólo algunos. En la Edad Media la excomunión tenía un sentido marcadamente político, sin excluir otros. El papa y el emperador dirimían sus disputas en la cumbre para no quedar ninguno un escalón más abajo que el otro. El primero disponía de la excomunión y, más temible aún del “entredicho”, por el cual prohibía que se celebrara misa en todo el imperio. El segundo se las ingeniaba para avanzar con sus ejércitos sobre Roma y hacer entrar al papa en razón. El emperador o rey excomulgado no se sentía un pecador especial sino una víctima de tramoyas palaciegas.

En una segunda etapa, durante las luchas de la Reforma y la Contrarreforma, la excomunión adquirió un marcado acento dogmático. Los herejes eran excomulgados. Lutero recibió una primera Bula (1520) en la cual se lo conminaba a retractarse de una serie de afirmaciones, 41 en total. Como no se retractó, una segunda Bula (1521) le aplicó la excomunión. En realidad, Lutero no podía retractarse de todas esas afirmaciones, ya que una de las condenadas por el Papa decía: “Quemar herejes es contra la voluntad del Espíritu Santo”. En este punto, al menos, el que debía retractarse era el papa León X. Por los errores e imprecisiones que contenían ambas Bulas, pienso que podrían ser consideradas nulas, lo que constituiría un aporte al diálogo ecuménico, aunque ese gesto no suprimiría lo producido por el conflicto entre Lutero y el Papa, que merece un tratamiento específico.

Otro sentido de la excomunión fue el puramente jurídico. Cuando santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima, convocó al III Concilio de Lima (1583), fundamental para la aplicación del Concilio de Trento en estas tierras, surgieron algunos conflictos entre obispos, que habían venido de muy lejos, ya que la arquidiócesis de Lima se extendía desde Panamá hasta el sur de Chile. Un día desaparecieron las Actas del Concilio. El arzobispo Mogrovejo lo declaró suspendido hasta que reaparecieran las Actas. Pero los obispos decidieron continuar sesionando. Entonces, para sorpresa nuestra, santo Toribio los excomulgó, aunque ningún obispo pestañó por eso. El sentido de la excomunión era puramente jurídico. Si los obispos aprobaban alguna medida y la enviaban al rey, Felipe II la consideraría nula por estar excomulgados sus autores. Santo Toribio dio marcha atrás, levantó la excomunión, sin que los obispos acusaran recibo, y el Concilio concluyó felizmente, con medidas como la edición de catecismos en lenguas quechua, aymara y posteriormente guaraní.

La excomunión medicinal

Ahora bien, el sentido que prevaleció durante el siglo XIX y la mayor parte del XX fue el de una severa sanción o castigo por alguna falta gravísima. Los mayores recordamos la alegría del antiperonismo cuando llegó la noticia de la excomunión de Perón (1955) y el desconcierto en el peronismo cercano a la Iglesia. Como opinión personal, considero que Perón no quedó excomulgado, ya que el Derecho Canónico exigía que un jefe de Estado fuera mencionado por su nombre y apellido para aplicarle esa medida. Pero tanto Perón como la mayoría de los legisladores peronistas pidieron al Papa el levantamiento de la excomunión “ad cautelam”, por las dudas. Y este sentido, el del castigo por una falta grave, es el que hemos heredado y prevalece actualmente. No se le podría levantar la excomunión a quien no diera muestras de arrepentimiento. Con este presupuesto, suspenderles la excomunión a los cuatro obispos ordenados por Lefebvre en 1988, sin asegurarse de su arrepentimiento, de la aceptación plena del Concilio y de otros puntos fundamentales en la Iglesia, como el pedir perdón por la Shoá (Holocausto), constituía un desatino. La medida del Papa era inadmisible.

Lo que muchos olvidan es que desde el Concilio Vaticano II la Iglesia viene realizando un giro en el tema de las excomuniones y de otras “sanciones”. La tendencia actual es a considerarlas como medicina. Esto se pone más de manifiesto en los cánones de las Iglesias Orientales Católicas. El juez se convierte en médico. Esto vale también para el sacramento de la reconciliación. En la antigua “confesión”, el sacerdote podía interrogar al penitente para asegurarse de que había mencionado todos los pecados, indicando su mayor o menor gravedad. Sin esta información precisa, no podía dictar una sentencia justa. Ahora, en cambio, más que mirar el pasado, con su carga de pecados, el sacerdote procura que el penitente recupere su esperanza, orientado hacia el futuro. No se niega el pasado, pero lo importante es que el que se confiesa salga más sano, y no meramente absuelto.

Si consideramos la excomunión como una sanción, el Papa cometió un error al levantarla sin la debida satisfacción dada por los sancionados. Pero si la consideramos una medicina, el enfoque es diferente. Muchas veces el médico suspende una medicación, lo que no significa que el enfermo esté liberado de su enfermedad. Desea provocar una reacción del paciente y quizás administrarle otra medicina. Es lo que intentó Benedicto XVI con los cuatro obispos lefebvristas. Su error fue olvidar que la mayoría de los fieles continúan con la mentalidad preconciliar, castigando delitos. Hubiera sido preferible que, con el levantamiento de las excomuniones, se publicara una carta suya aclarando el sentido de esa medida, porque para algunos equivalía a convalidar todas las ideas y actitudes de los cuatro. Era sólo un tenderles la mano para continuar el diálogo, sin que ello significara que los cuatro obispos cismáticos fueran equiparados al colegio de los obispos católicos. Y los lefebvristas respondieron a ese gesto separando al obispo negacionista de su cargo de rector del seminario de La Reja. Aún hay mucho por conversar, pero está clara la posición del Papa en relación a la Shoá, reafirmada cantidad de veces, como lo volverá a hacer seguramente en su viaje a Israel. Sin embargo, no parece que sus colaboradores hayan sido muy eficientes ya que no supieron presentarle un cuadro más preciso de la situación.

La Iglesia en China

La situación de los obispos lefebvristas guarda similitud, al menos aparente, con la de los más de 40 obispos ordenados sin autorización del papa y designados por el gobierno comunista chino. Ahora bien, es interesante recordar la carta enviada por Benedicto XVI a los católicos de China (2007), que rompe los esquemas tradicionales. Fue un tenderles la mano no a grupos tradicionalistas sino a los “progresistas”, a los que habían buscado un acuerdo con los marxistas. Y quizás esta carta les dolió a algunos de la Iglesia tradicional, la subterránea, la perseguida por el gobierno. Pero el Papa mira hacia el futuro y habla de una sola Iglesia en China, no de dos Iglesias, como es lo común, aunque reconoce las tensiones y divisiones existentes.

Mi opinión personal es que los obispos de la “Iglesia patriótica” no incurrieron en la pena de excomunión prevista en el Derecho Canónico. Se vieron en situaciones límite y actuaron como los obispos misioneros de los primeros siglos que no podían recurrir al papa para lograr la aprobación de sus medidas. En todo caso, el Papa no los trata como si estuvieran excomulgados. Expresa más bien el deseo de que se logre la plena comunión del episcopado chino, tanto en el interior de ese país como en relación al episcopado universal, cuyo punto de referencia es el obispo de Roma. Y a los fieles que están en plena comunión con Roma les sugiere que si no encuentran sacerdotes en la misma situación, que se dirijan a los otros, a los que aún no han accedido a esa plena comunión. No los considera “sancionados” sino peregrinos hacia la plenitud de la unidad.

Un número apreciable de obispos designados por el gobierno comunista le ha hecho llegar al Papa el deseo de estar en plena comunión con él. A todos ellos les ha respondido afirmativamente, sin ponerles condiciones, sin hablar de excomuniones precedentes. Quizás haya quien no acepta algún punto del Concilio, pero eso quedará para más adelante. Lo único que lamenta el Papa es que algunos de los que restablecieron la plena comunión, no lo hayan comunicado todavía a sus fieles. Pero tampoco los intima a que lo comuniquen bajo pena de suspender nuevamente la plena comunión. Supongo que algunos están esperando la ocasión propicia para hacerlo, evitando de momento nuevos conflictos con el gobierno de Pekín.

No estamos lejos de un acuerdo entre la Santa Sede y el gobierno de la República Popular China. A partir de ese momento, se dejará sentir en la Iglesia universal el peso de la Iglesia china. Y se recordará como un pilar fundamental la carta de Benedicto XVI. No es un error del Papa sino nuestro el no habernos interesado por esa larga carta, tan amplia y paternal respecto de todos los católicos chinos, en particular de los llamados “progresistas”, carta que se puede leer por Internet (www.vatican.va). Los famosos “ritos chinos”, creados por misioneros jesuitas hace 400 años para integrar la fe cristiana y la cultura china, podrán hacerse realidad en una Iglesia unificada por los gestos de Benedicto XVI. Y en su carta el Papa cita palabras del padre Matteo Ricci, escritas desde Pekín en aquellos tiempos fundacionales.

Superar el papalismo

Al comenzar sostuve que lo importante no consiste en evitar los errores de los papas, que son ineludibles, como en toda institución humana, sino en “compensar” esos errores con los carismas de toda la Iglesia. Juan XXIII fue completado por los profesores de teología, en un caso, y por los obispos del Concilio en otro. Pablo VI lo fue, con retraso, por las declaraciones de diversas conferencias episcopales. Benedicto XVI se ha completado a sí mismo en numerosos casos. En la visita a Turquía, una breve oración en dirección a La Meca borró su desliz en el discurso de Ratisbona. Poco después de elegido cometió el error de despedir al arzobispo encargado del diálogo interreligioso, colocando estas actividades bajo el responsable del diálogo intercultural. Pero después dio marcha atrás, reconociendo lo específico de cada diálogo.

Un papa puede corregirse en numerosos casos, pero éstos son la excepción más que la regla. Necesita de la Iglesia universal, si no queremos recaer en el papalismo pre-conciliar. Y una medida para lograr ese objetivo sería contar con una curia más eficiente. No es lo más importante pero quizás lo más urgente. Como lo reconoció el vocero papal, el jesuita Lombardi, no hay una buena comunicación entre todos los organismos de la curia. La reciente designación del obispo Wagner, en Austria, despertó descontento en ese país, tanto de obispos como de sacerdotes y fieles, a tal punto que el designado le pidió al Papa que revocara su nombramiento. ¿No informaron al Papa de ese malestar en la Iglesia de Austria? El cuenta con valiosos colaboradores, entre ellos el cardenal Kasper. Este hombre genial ha estado corriendo como un bombero, apagando incendios que no debían haber comenzado. El Papa cometerá errores, pero el desafío consiste en que les conceda mayor responsabilidad a sus mejores hombres, como Kasper, para que los inevitables tropezones pontificios sean una ocasión para dar pasos adelante.

El autor es jesuita y profesor en la Facultad de Teología de San Miguel

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