Reforma de la curia

Los escándalos en los que se ha visto envuelta la iglesia, y que evidencian un déficit de transparencia, llevan a preguntarse: ¿hay que reformar la curia?


Una urgencia inaplazable
José María Arnaiz, SM
Ex secretario general de la Unión de Superiores Generales (USG)


Estas reflexiones las escribo desde la experiencia de cinco años de vida y trabajo no en la Curia romana, pero cerca de ella y, en buena parte, con ella.
Las formulo en Chile y, así, uno la perspectiva de lo cercano a la de lo lejano. Las escribo en l
os días de las acusaciones de pederastia a sacerdotes, punta del iceberg en el mar de la Iglesia, en la que no faltan tormentas internas y externas. Todo ello es un ataque artero al corazón mismo de
la Curia. Son varios los acontecimientos de los últimos meses que evidencian que en ella, algo muy importante hace aguas. Son palabras de arzobispo: “Todo sistema cerrado, idealizado, sacralizado, es un peligro. En la medida que una institución, incluida la Iglesia, se constituye en base a derecho privado se cree en la posición de fuerza y ahí son posibles las derivas financieras y sexuales” (monseñor Rouet, arzobispo de Poitiers).
Hay reformas importantes, numerosas y profundas que hacer. Frente a esta necesidad,
surgen las preguntas: ¿Por qué? ¿Quién las va a hacer? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué todo esto? La Curia romana es el órgano central de gobierno de la Iglesia. Y si de gobernar se trata, no pueden faltar claros objetivos y una adhesión cordial de los implicados en el proyecto. Pare
cería
que falta liderazgo en la Curia. A veces, porque hay muchos líderes; una frase repetida
es que, cuando el Papa es débil, la Curia es fuerte; y otras, porque se lidera mal, ya que hay personas en los cargos que no tienen dedos para el piano. Se advierte en la Curia carrerismo, y en ella se aplica la ley de que uno asciende hasta que demuestra que es incapaz de ejercer el cargo en el que está. La Curia pasaría mal el examen que le debería hacer una empresa de análisis institucional. Es excesivo el secretismo y, sin embargo, bien sabemos que donde hay cenizas hubo fuego. Y tantas veces no se quiere investigar, y otras se rodea de misterio innecesario informaciones y decisiones que hacen surgir verdades a medias y suspicacia malsana. El secretismo y el mal uso del poder opacan el diálogo franco, y el miedo silencia la crítica constructiva.

Hay que evitar hacer de los instrumentos fines. De una u otra forma, la manera de ejercer la autoridad en la Iglesia hace que se la perciba como inquisidora, moralista y excluyente, y esto tiene que terminarse.

La idea de un gobierno ecclesial más colegiado, rescatada del Evangelio, tiene que consolidarse


¿Quién debe hacer esta urgente reforma?
No la Curia; ni siquiera el Papa. Es tarea de un concilio o un sínodo especial. Ya lo dijo el cardenal Martini. Son muchas las implicaciones y los implicados. En estos días hablamos en Chile de los daños estructurales del terremoto. En la Curia hay mucha generosidad y entrega en una buena parte de quienes en ella trabajan, pero el fruto del trabajo
no es fecundo porque hay daños “estructurales”. En esta reforma ha de ser fundamental la palabra y acción de los laicos, que necesitan un empoderamiento mayor. No más una Curia clerical y “masculina”. Eso crea
una mentalidad, un horizonte y modo de proceder ya inaceptable.
El perfil de las personas que trabajan en ella tiene que ser más definido. De ningún modo les puede faltar la capacidad para situarse en este agitado mundo.

¿Cómo hacerla?
Con gran amor a la Iglesia y sentido global de su realidad. No se puede olvidar que es un gobierno en el que el poder no lo es todo; que hay que recuperar una credibilidad perdida; que abarca a 1.100 millones de personas en contextos diversos; que la subsidiariedad y participación sean reales; que el centralismo romano debe desaparecer. Sería ideal que los implicados
sintieran la necesidad de la reforma; pero, de todas formas, debe hacerse. No se puede olvidar que estamos en un tiempo en donde la doctrina oficial cuenta, pero al final todo pasa por la adhesión libre y la convicción personal, y para esto se gobierna la Iglesia. En esta revista ha escrito su director: “Hay que plantear las reformas, discutirlas sin acaloramiento y ponerlas a caminar con sosiego”. ¿Cuándo? Hay que poner urgencia. No hay que olvidar que costará identificar lo que es una reforma de gran calado. Se ha vivido de un inmovilismo que paraliza y que viene de los anatemas a las reformas. Un cambio profundo en la Curia hará bien a la Iglesia; la fortificará, ya que necesita una fuerte conmoción (DA, 362). La idea de un gobierno eclesial menos verticalista y más colegiado, rescatada del Evangelio y plasmada en el Vaticano II, tiene que consolidarse. Así llegaremos a una Iglesia más humilde y más verdadera, y eso lo queremos todos.


Interrogantes
José María Díaz Moreno, SJ Prof. emérito de las Universidades Pontificias Comillas-Madrid y Salamanca


Sería cerrar los ojos a la realidad si se desconoce o infravalora la gravedad de algunos hechos protagonizados por Benedicto XVI o algunas de sus actuaciones y afirmaciones recientes. Baste aludir a la dolorosa y acusatoria carta escrita al Episcopado y fieles católicos irlandeses; o las “visitas apostólicas” a determinadas congregaciones religiosas ordenadas por él.
Los hechos, dolorosos y vergonzosos, que el Papa denuncia y deplora, y de manera especial los delitos de pederastia, no son, ni mucho menos, exclusivos y mayoritarios de la Iglesia y en la Iglesia. Pero que sean relativamente muy minoritarios no disminuyen, sino que agravan estas perversiones.
Por ello, desde dentro de la Iglesia y apoyándome en el can. 212, §2-3 expreso con cristiana libertad y por deber de lealtad para con la Iglesia, una serie de interrogantes.
Soy el primero en lamentar que mis reflexiones se limiten, casi en exclusiva, a plantear tales interrogantes, porque desconozco por dónde pueden ir las vías de adecuada solución.
Pero parto de un hecho que roza la evidencia:
la actuación del Papa, una vez que esos hechos han llegado a su conocimiento, ha sido rápida, valiente, sincera y eficaz. Y me pregunto: ¿Es que no los ha conocido hasta ahora? ¿Cómo se explica esa anomalía?

¿No pasa demasiado tiempo entre reforma y reforma para su necesaria adaptación a los tiempos en que vivimos?

En este sentido, me sigo preguntando, primero, sobre la eficacia efectiva de los organismos de la Curia vaticana. A través de ella, ¿llega al Papa todo lo que él debe conocer, con la rapidez necesaria? A tenor del Derecho Canónico actual, estos organismos son los medios principales mediante los cuales “el Romano Pontífice suele tramitar los asuntos de la Iglesia universal” y “realizan su función en nombre y autoridad del mismo para el bien y servicio de las Iglesias”(can. 360). ¿De verdad es así? ¿Cómo se evalúa la eficacia de esos medios? ¿No pasa demasiado tiempo entre reforma y reforma, para su necesaria adaptación a los tiempos que vivimos y en los que la Iglesia tiene que encarnarse? ¿Hay entre esos organismos supremos y las Iglesias particulares una comunicación siempre veraz y rápida? Secreto y secretismo no son exactamente
sinónimos. Y me pregunto si el secreto con el que debidamente procede la Congregación para
la Doctrina de la Fe no cae, a veces, en el secretismo. ¿No sería más eficaz y ejemplar una mayor transparencia e intercomunicación entre el foro canónico y el secular? ¿Es satisfactoria, en todas
sus determinaciones, la normativa de 18 de mayo de 2001 sobre los delitos más graves reservados a la Congregación de la Doctrina de la Fe, entre los cuales estaba la pederastia cometida por clérigos (cf. EnchVat., 20, n. 718)? La realidad ha demostrado que no lo era, al haber tenido que introducir cambios muy significativos en la legislación tanto particular como general de la Iglesia en un espacio de tiempo relativamente corto. Y, ampliando el ámbito de mis interrogantes, ¿es suficiente la visita quinquenal de los obispos a Roma con la presentación de una relación sobre la situación de la diócesis (can. 399)? ¿Cómo se redactan las relaciones que deben
llegar al Papa? ¿Oyendo, en su necesario pluralismo cristiano, a todos los sectores significativos de la diócesis o sólo aquéllos que están de acuerdo con el sentir, parecer y proceder del obispo, en asuntos que, por su misma naturaleza, son opinables? ¿No ha llegado la hora de emplear medios más eficaces para evitar la sorpresa del Papa al conocer situaciones improrrogables a las que se ve obligado a poner remedios rápidos e insólitos como la aceptación de dimisiones de obispos?
¿Existe la necesaria transparencia entre los diversos organismos de tal forma que se eviten molestas y hasta escandalosas denuncias entre cardenales que, en estricto derecho, “asisten más cercanamente al Romano Pontífice (can.349)”? ¿No ha llegado el momento de preguntarse cómo y por qué se llega a formar parte de la Curia y, dentro de ella, de cada uno de sus organismos?
¿Se tiene en cuenta el oportuno y sincero aviso de Benedicto XVI sobre el peligro de un cierto “carrerismo eclesial”?
Una respuesta sincera y completa a estos interrogantes explicaría modos de proceder que no resultan comprensibles. No soy tan ingenuo como para creer que todos estos interrogantes son igual de importantes y que todos sean de fácil respuesta, ni que en estas respuestas, si se dan y son satisfactorias, harían desaparecer y evitarían situaciones tan desagradables como las que vivimos. Lejano de cualquier tipo de disidencia, sólo he querido expresar algunos interrogantes personales, por si son compartidos por otros católicos y merece la pena que se piense en ellos, en bien de esta Iglesia de nuestros amores y dolores.

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