MADUREZ

por Leonardo j. Salgado

Desde hace ya más de sesenta años en que comencé a frecuentar ambientes parroquiales, muchos años de Acción Católica, sermones, retiros, cursillos, etc. vengo oyendo hablar de “la madurez del laicado”.
A veces como una aspiración de la Iglesia, otras como la constatación de una supuesta realidad. Yo aceptaba la frase sin cuestionarme demasiado su real significado. Sin tratar de analizar qué es un laicado maduro y qué uno inmaduro. Raramente se explicitaba el sentido de la afirmación. Por otra parte se nos inculcaba que “el que obedece no se equivoca”. Era deseable ser maduro y también ser obediente. La conclusión era clara. El más obediente era el más maduro y viceversa. ¿Pero “obediente” a quién? Al evangelio, claro, siempre transmitido, interpretado y mediatizado por nuestro sacerdote. En otras palabras, obediente al sacerdote. Felizmente, el tiempo pasó y pude ir viviendo y comprendiendo. Fui descubriendo que “la Iglesia” es una realidad mucho más compleja y misteriosa. La simple obediencia ciega a nuestros clérigos no es lo que Dios nos pide. Me animo a decir que ni siquiera se lo pide a los niños pequeños respecto de sus padres. Estos deben buscar que sus niños crezcan, desarrollen un criterio propio, es decir que “maduren”. La metáfora del pastor y las ovejas es muy rica, siempre que no la tomemos al pie de la letra, por lo menos respecto a nuestros pastores terrenales. El único pastor que aceptamos, y que se nos manifiesta de infinitas maneras, incluso pero no exclusivamente a través de directivas de obispos y autoridades religiosas, es Cristo.
Mientras tanto: ¿Qué es lo que tenemos? Me voy a permitir ser esquemático para poder transmitir mi idea. Existe una feligresía madura, que consigue distinguir lo esencial de lo accidental, que respeta y sabe escuchar a sus obispos y sacerdotes, pero acepta que ellos, aunque asistidos por una gracia especial de Dios, siguen siendo hombres sujetos a las debilidades y limitaciones de los hombres. Una feligresía que toma la iniciativa cuando entiende que es necesario aún a riesgo de equivocarse, y que al mismo tiempo acepta con humildad la corrección que eventualmente pueda recibir de los que deben cumplir esa función.
También existe un laicado “infantil”, apegado a devociones que muchas veces buscan, a través de diversas intercesiones, obtener alguna ventaja para su vida terrenal, que acepta rápidamente una proliferación de milagros y apariciones de la Virgen, que incluso practica abiertas supersticiones. Una feligresía que concentra sus energías en homenajear al cura párroco o al obispo, en fiestas patronales, en novenas, triduos, meses de María, etc. Que busca rodear al sacerdote (que se deja rodear) aislándolo de “los de afuera”. Y que al mismo tiempo parecería haber olvidado que su única misión, el mensaje a transmitir, es que Dios es Amor, que ama a su creación y muy especialmente ama al hombre, a todos los hombres, y que la única “metodología” de los cristianos es el amor recíproco. Y no es que corresponda descalificar las devociones o actos de piedad mencionados, sólo que estos deberían servir para ayudarnos a cumplir con lo esencial. Que los hombres puedan decir de nosotros como de las primeras comunidades cristianas: “Miren cómo se aman”. Y que a través de ese amor vivido puedan encontrar a Dios.
Pero también, y quizá esto sea un paso hacia la madurez, existe una feligresía adolescente, que cuestiona todo lo que proceda de la jerarquía eclesiástica. Que no admite, que casi se asombra por la existencia del pecado. Como si éste fuera una novedad en la vida de la Iglesia jerárquica y no jerárquica y en la misma vida nuestra y como si nuestro cristianismo dependiera del de los clérigos. Que descubre que los padres no son perfectos, y entonces se escandaliza y se revela. Pidamos al Padre que nos haga avanzar rápidamente hacia la verdadera madurez. La que Él espera de nosotros, los laicos.

Leonardo J. Salgado

Artículo completo>>>