Tomarse la religión en serio

Roberto Di Stefano

La radio reloj que me despierta cada mañana a veces lo hace con noticias referidas a la Iglesia católica. El anuncio suele ser que la Iglesia “rechazó” un proyecto de ley, que “cuestionó” la política del gobierno, que “aprobó” una medida oficial. Por supuesto, entre los obispos y mi dormitorio media el filtro de los periodistas, interesados en destacar aquello que puede ser de interés para un mayor número de personas y por lo tanto atentos a las intervenciones episcopales en temas de debate público. Pero ese filtro acentúa, no crea artificiosamente la imagen de un episcopado dispuesto a invertir mucho tiempo y energía en tratar temas tan dispares como la pobreza, el federalismo, las economías regionales, la salud reproductiva, el medioambiente, el desempleo, la democracia y otros muchos.

No creo que la Iglesia deba encerrarse en las sacristías, como querían muchos de los liberales anticlericales del siglo XIX. Me parece, por el contrario, que tiene el deber de contribuir a mejorar, en la medida de lo posible –medida que a esta altura de mi vida concibo más bien corta–, el atribulado mundo en el que transcurren nuestras existencias. O sea que me parece muy bien que los obispos se preocupen por los temas que aquejan a sus ovejas e intenten ayudar a resolverlos. Pero me da la impresión de que la energía que ponen en ese aspecto particular de su compromiso pastoral es excesiva y que el tono con el que lo hacen es demasiado a menudo incorrecto.

La religión hay que tomársela en serio. Es curioso que obispos tan preocupados por el aumento del “secularismo” en la sociedad tengan una noción tan secular de su tarea pastoral y de la misión de la Iglesia. En nuestra sociedad hay una gran sed de espiritualidad. Hombres y mujeres buscan en distintas tradiciones y experiencias religiosas o filosóficas una respuesta a sus necesidades de sentido y de plenitud. Los libros de espiritualidad se venden más que los de doctrina social de la Iglesia. Pareciera que lo que los creyentes necesitan y buscan en sus pastores, más que la imposible resolución de los problemas económicos, políticos y sociales, es que estén a su lado, que les proporcionen lo que antiguamente se llamaba “pasto espiritual”, que los escuchen y les presten atención, que esperen y recen junto a ellos. No cabe duda de que la Iglesia cumple con eficacia importantes funciones sociales, caritativas, educacionales, sanitarias, etc. Y hace muy bien, por cierto. Pero la tarea fundamental de los pastores es hacer que los hombres y las mujeres se encuentren con Dios.

“Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención”, decía Simone Weil. La atención, la “com-pasión”, el “sufrir-junto” al que sufre es la actitud previa a la ayuda material, y es lo propio de la religión cristiana. Julio Cortázar dijo alguna vez que su voluntad era “seguir estando ahí, esperando, ayudando a la esperanza con todo lo que se tiene”. “Ahí” significaba su tierra lejana, la Argentina, o más en general América Latina. Bello propósito que nuestros obispos, creo, harían bien en hacer suyo. Muchas veces oigo decir que la Iglesia “no tiene respuestas para los problemas de la sociedad”. ¿Por qué debería tenerlas? Es la sociedad la que tiene que encontrar soluciones a sus problemas. Las religiones –no sólo la Iglesia católica– pueden contribuir de manera importante a esa tarea, pero ella no es, sin embargo, su razón de ser.

Cuestión de tonos

Si consideramos las intervenciones episcopales en materia económica, política y social como modo de contribución a esa tarea, debo decir que el tono con que se formulan me parece inapropiado. De manera frecuente la Conferencia Episcopal se pronuncia más bien como un parlamento paralelo que como un colegio de pastores de almas. Los obispos aceptan, apoyan, rechazan, condenan. El tono de los documentos episcopales es el de una suerte de institución tutelar de la sociedad con derecho a despacharse en orden a todo tipo de cuestiones. Los obispos se erigen en jueces morales de sus rebaños y de la sociedad entera, dos categorías que por otra parte confunden recurrentemente. Pero la sociedad es cosa distinta de la Iglesia. Que la mayor parte de los ciudadanos sean católicos no hace del país una nación católica, ni autoriza a los obispos a cogobernar o a pretender hacerlo.

La Iglesia argentina, por complejas razones históricas que no es el caso explicar aquí, está más habituada a actuar en la sociedad política, en el plano de las relaciones Iglesia-Estado-Partidos- Sindicatos, que a elevar su voz desde la sociedad civil, como una parte más de un orden colectivo altamente secularizado y complejo.

Si los obispos diesen más lugar en sus discursos al mensaje religioso –no a la defensa de los intereses corporativos eclesiásticos, que son cosa muy distinta–, si apuntaran a alimentar la fe y la esperanza de los hombres, a acompañarlos en sus sufrimientos, a reflexionar y a rezar con ellos; si dejaran un poco de lado su obsesión por la normatividad de las conductas, por lo que se puede hacer y lo que está prohibido (porque la religión es mucho más que eso); si empezaran a distinguir con mayor claridad sus rebaños de la sociedad toda, aceptando que no por el mero hecho de ser bautizados los hombres y mujeres integran sus feligresías y están sujetos a su autoridad; si pensaran la Iglesia como parte de la sociedad civil en lugar de apostar tantas fichas a ocupar un espacio en la sociedad política; en fin, si cambiaran de tono, adoptando el de pastores que reflexionan en lugar del de políticos o sindicalistas que aprueban o rechazan, creo que el episcopado –no la Iglesia, que es otra cosa– ganaría respeto y credibilidad.

Este artículo fue publicado en el ultimo número de la revista Criterio

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