Ana Donini
El documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Aparecida, 2007) emplea un lenguaje y un estilo cordial y de diálogo que, según el testimonio de los participantes, refleja el clima de esos días.
Sin embargo, si lo comparamos con los de Medellín y Puebla, resulta menos profético y convocante. Medellín supo integrar el entusiasmo y el impulso del Concilio con los urgentes problemas de la realidad latinoamericana; Puebla amplió el horizonte de Medellín y superó la denuncia de las desigualdades con un discurso más propositivo, uniendo el mensaje liberador a una evangelización inculturada y comprometida. Aparecida, si bien hace un diagnóstico abarcativo y general de los principales problemas del continente, no profundiza en las causas estructurales de muchos de estos problemas, ni orienta en las mediaciones para abordarlos. El documento no parece asumir en profundidad la crisis institucional de la propia Iglesia, ni adoptar una agenda teológica renovada ante los nuevos desafíos que surgen de su papel en sociedades pluralistas, ni ante los diálogos pendientes en cuestiones de bioética, ética sexual y ética social. Los debates más actuales en estos campos parecen ausentes, o planteados en forma negativa, como la mención a “la ideología de género” (40) sin ningún matiz que reconozca, al menos, la complejidad del tema. Sin embargo, las ausencias o limitaciones señaladas no niegan los aportes muy positivos del documento. Su carácter pastoral y propositivo se dirige a toda la Iglesia de América Latina y convoca a la misión evangelizadora.
Ahora bien, ¿cuántos laicos se sienten convocados? ¿A cuántos llega la invitación de los pastores? ¿Qué entienden por “misión” los distintos y bien heterogéneos grupos que pertenecen a la Iglesia? ¿Cuántos están preparados y dispuestos para esta tarea? ¿Cuán significativo y duradero será su impacto? Tal vez lo cuantitativo no sea el punto más importante, pero es una realidad que hablar del “laico” es apelar a una categoría eclesial en la cual cada vez menos se sienten incluidos. Cuando el Concilio Vaticano II habló de “los gozos y esperanzas” de la humanidad, muchos se sintieron representados. Medellín y Puebla tomaron “la voz de los sin voz” y hubo una vibración en el Pueblo de Dios, desde las comunidades de base hacia sus pastores y viceversa, que tuvo eco a lo largo y a lo ancho de América Latina. Hoy, los signos de los tiempos se han complejizado, y la fragmentación está dentro y fuera de la institución. Aparecida es un intento valioso de volver a las fuentes bíblicas, de privilegiar el encuentro con Jesucristo y la espiritualidad y renovar el compromiso evangélico y el servicio en la construcción del Reino. Sin embargo, además de las desigualdades y la concentración del poder y la riqueza, que son heridas presentes en las sociedades latinoamericanas, con los legítimos reclamos de derechos sociales y políticos que la Iglesia acompaña, aparecen otros cambios culturales profundos que afectan a la hegemonía de las instituciones religiosas y sus códigos morales. La centralidad de los derechos culturales, de la libertad y creatividad del sujeto ante todo tipo de imposición heterónoma, cuestiona fuertemente el estilo de comunicación y el lenguaje de la Iglesia. Como afirma certeramente el cardenal Martini “el nuestro es un mundo en el que son prioritarios la sensibilidad, la emoción y el instante presente”. En este clima cultural de reacción contra una mentalidad excesivamente racional y la resistencia a valores universales impuestos en cuanto verdaderos, se dificulta la acogida, aún la lectura atenta, de declaraciones y documentos que apelan, con un lenguaje muy abstracto, a propuestas éticas, religiosas y humanas fuertes. Estamos inmersos en una modernidad líquida con un pensamiento frágil y una sensibilidad esteticista de muchos y pequeños valores.
Tal vez habría que comenzar a repensar la comunicación desde los paradigmas de la imagen y de la belleza; pensar la Buena Nueva desde los “pequeños relatos” y las “historia mínimas”, esas que conmueven y transforman la vida de los hombres y las mujeres; crear comunidades cristianas que contagien vida, compasión y compromisos concretos con la libertad y la justicia; horizontalizar, democratizar y fraternizar las estructuras eclesiales; promover la autonomía de laicos y laicas con estatura de sujetos y de ciudadanos en la Iglesia y en la sociedad; ayudar a discernir en el mundo globalizado posmoderno no solamente lo errado, injusto o antihumano sino también los gérmenes de una mayor humanización que posibiliten un diálogo más rico entre la Iglesia y la sociedad. Paulo VI, el Papa que mejor nos enseñó el valor y la importancia de las preguntas, y que concebía la evangelización como un diálogo de salvación entre la Iglesia y la humanidad en Ecclesiam suam en 1964, se preguntaba al inicio de su exhortación Evangelii nuntiandi (1975): ¿Qué eficacia tiene en nuestros días la energía escondida en la Buena Nueva, capaz de sacudir profundamente la conciencia del hombre? ¿Hasta dónde y cómo esta fuerza evangélica puede transformar verdaderamente al hombre de hoy? ¿Con qué métodos hay que proclamar el evangelio para que su poder sea eficaz? (...) La Iglesia ¿es más o menos apta para anunciar el evangelio y para inserirlo en el corazón del hombre con convicción, libertad de espíritu y eficacia? (EN 4) Y más adelante, ¿a quién enviar para anunciar el misterio de Jesús? ¿en qué lenguaje anunciar este misterio? ¿cómo lograr que resuene y llegue a todos aquellos que lo deben escuchar? (EN 22). Estas preguntas, formuladas hace más de 30 años, adquieren centralidad y urgencia en un momento en que el diálogo entre la Iglesia y la sociedad parece débil, y un intento esperanzador, como fue la V Conferencia plantea, sin embargo, interrogantes acerca de la fuerza, el alcance y la capacidad institucional de responder a su convocatoria.
No dejan de ser un llamado de atención los resultados de la encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en la Argentina: un estudio dirigido por el doctor Fortunato Mallimaci y realizado en enero-febrero de 2008. Los datos relevados muestran por un lado, que 9 de cada 10 entrevistados, creen en Dios (91,1%); un 76% se define católico, con un alto porcentaje de bautizados; y por otro lado, se constata una baja asistencia a los lugares de culto, y gran diversidad de opiniones en temas controversiales que revelan una amplia autonomía y discrepancia respecto de la posición oficial. Por otra parte, dentro de niveles bajos de credibilidad en las instituciones (menos del 60%) la Iglesia católica es la que despierta mayor confianza.
Los datos no son inesperados ni sorprendentes. Pero nos muestran nuevamente la crisis institucional, y cuestionan la posible respuesta de los laicos a una convocatoria como la realizada por el episcopado latinoamericano en Aparecida.
De la revista Criterio
Etiquetas: Aparecida
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